La juventud que buscaba con el corazón inquieto
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En sus Devociones frente a situaciones de emergencia, se encuentra quizá la frase más célebre de John Donne: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra”. Esto se ha vivido en la sobrecogedora ciudad de Río de Janeiro durante estos días de la 28 Jornada Mundial de la Juventud.
Una región del continente hermosa e indómita junto a una ciudad que se ha ido construyendo a la sazón del orgullo y la necesidad requiere de un espíritu abierto; una entrega a lo imposible, al poder de la belleza y la infinitud del horizonte.
Brasil es el gigante del sur cuya geografía se erige suprema: su selva profunda y mayúscula; sus ciudades desafiantes, más altas, más extensas; inmersa en el mar verdeamarelha que amenaza, apacienta y condiciona; con sus brazos hídricos y su siempre prometedora caricia solar. Tan inaudito, inabarcable es este territorio brasileño que el poeta Affonso Romano pide clemencia: “Pero la vida, la vida, la vida, / sólo es posible reinventada”.
El Papa volvió a Brasil, al país donde quizá deba siempre regresar la catolicidad pero no para jactarse de los números o de la tradición religiosa que le hace tener un pueblo bautizado por naturalidad; es un país para explorar y para redescubrirse, para conocer la nación del lenguaje donde el tiempo tiene nombre de religión, donde la cultura y su diálogo conservan la esencia de la institución cristiana; al país donde el catolicismo parecía inercial, como el poema de la carioca Cecília Meireles: “Sucede así -cualquier cosa / serena, libre, fiel. / Flor que se cumple, sin pregunta. / Ola que se violenta, a causa de ejercicio indiferente”.
Pero el siempre complejo Brasil, mayúsculo y aislado, en ocasiones solitario por su suficiencia y en otras abandonado por la indiferencia, abre nuevas fronteras al tiempo y la flor exige respuestas, la ola de la fe no se agita si se aboga a la paciencia.
Retratada en minúsculo, en instantánea pasajera, la juventud representada en los peregrinos a Río de Janeiro, vivió un ánimo abierto, integrada cada vez más al concierto de un mundo poliédrico y confuso pero expectante de encontrar un terreno común y una respuesta concisa.
Francisco compartió con los jóvenes el terreno que conoce: “Cuando somos generosos en acoger a una persona y compartimos algo con ella —algo de comer, un lugar en nuestra casa, nuestro tiempo— no nos hacemos más pobres, sino que nos enriquecemos”; también compartió su búsqueda de la verdad: “La juventud es la ventana por el que entra el futuro en el mundo”; y su opción por la esperanza: “A todos les repito: nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los primeros en tratar de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo”.
Ingente tarea, inacabable en una vida, pero basta una gota para comenzar el río como dice el otro poeta carioca Vinicius de Moraes: “Una gota de lluvia más y el vientre grávido estremeció la tierra. A través de antiguos sedimentos, rocas ignoradas, oro, carbón, hierro y mármol, un río cristalino –distante hace milenios- partió frágilmente, sediento de espacio, en busca de luz”.
Persiste una trémula belleza en esta acción; pues si la promesa estuviera cerrada a la belleza, la luz por más que iluminase, jamás abrigaría. Y precisamente el centro del mensaje compartido en Brasil es ese: que la esperanza requiere ser cálida y el encuentro estremecedor.
Brasil nos ha demostrado que puede dejarse agitar por el corazón; por aquel corazón curioso y solidario de los asistentes a la fiesta de la juventud, y por el corazón propio, el cual, por orgullo y necesidad, requiere reconstruirse de misericordia, perdón, responsabilidad y fraternidad frente a sus prejuicios y su indiferencia.
Bergoglio por supuesto habló a los indignados, a los que viven insatisfechos la sensación que provoca el mundo contemporáneo: “esta civilización mundial se pasó de rosca, es tal el culto que ha hecho al dios dinero, que estamos presenciando una filosofía y una praxis de exclusión de los dos polos de la vida (jóvenes y ancianos) que son las promesas de los pueblos”. Pero habló principalmente a los necesitados, a los que sufren verdaderamente, a quienes de tan indefensos “no pueden ya gritar”. Aquí está la razón de creer en las palabras de Donne: no se puede ser una isla, menos cuando hay tanta necesidad, se debe caminar continente adentro, internarse en la selva oscura, buscar esos gritos ahogados y mostrar compromiso para trabajar con esperanza. Sí, ese es el sueño intenso del que habla el himno brasileño: “un rayo vívido de amor y de esperanza a la tierra desciende”.