Hay que distinguir entre el héroe y el sádico, las hazañas y la violencia gratuita
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En buena parte de los videojuegos hay violencia, de una forma u otra. Hay enemigo, y que acabar con él, sea matando extraterrestres, o el ejército enemigo, o derribar aviones, hundir barcos, etc.
Evidentemente, la posible preocupación no tiene que ver con los daños causados, pues éstos no existen: todo es virtual, nada es real. Va más bien por el posible efecto de incitación a la violencia, sobre todo en los más jóvenes. Se parte de la idea de que tienden a imitar lo que ven, sobre todo cuando, como sucede en los videojuegos, no solo ven, sino que actúan.
Sin embargo, zanjar la cuestión aceptando esto sin más y desaprobando esos juegos es una simplificación bastante menos realista de lo que parece a primera vista.
Si volvemos atrás, antes de que existiera toda esta revolución informática, encontramos unos niños que a los cuatro años disfrutaban ruidosamente cuando el héroe del guiñol del parque sacudía unos cuantos estacazos a la bruja.
Pocos años después pedía a los reyes un disfraz de guerrero –de romano, vikingo, cowboy o lo que fuera- con sus armas de juguete. Lo que leía tampoco era pacífico: desde cuentos en los que había que acabar con el dragón, pasando por comics del Capitán Trueno o de hazañas bélicas, hasta las novelas de autores como Salgari, donde ya en la tercera página aparecía un cadáver de muerte violenta.
¿Creó todo esto una generación violenta? La verdad es que no; el factor que aumentó los índices de violencia en la sociedad fue la irrupción de la droga.
El equívoco radica en la consideración de la violencia misma. Hoy está de moda pensar que toda violencia es inmoral, y no es así. Guste o no, la violencia –una violencia medida, controlada: solo la imprescindible- se hace necesaria como último recurso para restaurar la justicia y el orden social. Si no fuera así, no habría policías ni cárceles. Y así se mostraba en tebeos, películas y demás. No era la exaltación de la violencia, sino de la hazaña.
Ciertamente, algún personaje se pasaba de la raya como vengador justiciero, pero en esencia era así. A la vez, se transmitía la idea de que en esta vida hacía falta luchar para salir adelante, aunque se sabía que la lucha rara vez iba a significar repartir tortazos, y las hazañas quedaban en la imaginación como una soñada utopía.
¿Qué ocurre con los videojuegos? Que muchos responden más o menos a este patrón mencionado, pero hay unos cuantos que no. Y hay que saber distinguir. No es lo mismo el héroe que el sádico. De ahí que, viendo la mercancía, hay que valorar y descartar como inconvenientes algunos juegos: los que se recrean en la violencia o, peor, en la crueldad; los que piden al jugador una violencia gratuita o, peor, injusta.
¿El resto son inofensivos? Bueno, no del todo. Sucede con ellos algo parecido –en realidad, el fenómeno es el mismo- que con el Quijote respecto a los llamados libros de caballerías. Por lo visto, podían acaparar la atención, de forma que el pobre hidalgo no vivía para otra cosa que leerlos y dejar volar la imaginación con ellos. En una palabra, se enganchó.
Con la mayoría de los videojuegos, éste es el peligro real, por lo que requieren una moderación en su uso y una educación que enseñe a vivir la templanza con ellos (y esto vale para los pequeños… y también para los mayores). Cosa que, en honor a la verdad, no es fácil.