Necesitamos ejemplos e intercesoresDesde los primeros siglos, en la Iglesia se comenzó a venerar a los mártires, que habían dado su vida por Dios, con ese doble aspecto: ejemplos a seguir, e intercesores en el cielo. Más tarde, se reconoció la santidad en otras personas que la habían demostrado de modo distinto al martirio; o sea, con una vida santa.
Lo cierto es que necesitamos las dos cosas. Ejemplos, que a ser posible sean de todos los pueblos y culturas, de toda clase y condición, de todas las épocas. Nos dicen con su vida que la santidad, a la que estamos llamados todos los cristianos, es posible, no queda fuera de nuestro alcance.
En el número 828 del Catecismo de la Iglesia Católica leemos lo siguiente: “Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que estos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores”.
También resulta muy conveniente tener intercesores. El número 956 del Catecismo de la Iglesia Católica –que recoge un texto del concilio Vaticano II- explica los motivos: “Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad… no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra… Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad”.
Existen algunas referencias bíblicas al respecto:
En cuanto a la ejemplaridad, es algo bastante generalizado: presenta –sobre todo el Antiguo Testamento- modelos de fidelidad a Dios que recomienda seguir (Abraham, Moisés, Samuel, etc.).
De ellos, dos –Moisés y Elías- aparecen glorificados en la Transfiguración del Señor, junto a él en el monte Tabor.
Sobre su intercesión, tenemos esta cita del Apocalipsis: “Cuando recibió el libro, los cuatro seres vivos y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero, con una cítara cada uno y con copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos” (5, 8).
Por otra parte, hay una lógica en esto: si verdaderamente la Iglesia es un cuerpo –y cuerpo de Cristo-, y a ella pertenecen los que ya están en el cielo, es muy comprensible que contribuyan a la vida del cuerpo en su situación, lo que se realiza mediante su intercesión por quienes seguimos en este mundo.