El padre Gumpel describe cómo actuó el Papa Pacelli cuando los nazis asaltaron el gueto de Roma
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Tras una amplia panorámica sobre el trabajo llevado a cabo como relator de la Causa de Beatificación del Papa Pacelli, el padre Peter Gumpel – en esta segunda parte de la entrevista concedida a Aleteia – vuelve a los terribles momentos de esos trágicos días entre septiembre y octubre de 1943, de la ocupación nazi de Roma a la deportación de lo judíos del Gueto: en particular, relata cómo fue interpelada la Santa Sede y cuál fue la respuesta del Papa.
La primera parte, que publicamos el pasado viernes, hablaba sobre la próxima apertura de los Archivos Vaticanos. En la tercera parte de esta larga entrevista, el padre Gumpel nos hablará, entre otras cosas, también de cómo sufrió su propia familia por oponerse al régimen de Hitler.
– ¿De qué naturaleza eran los documentos que le enviaron los archiveros?
Naturalmente en aquella época todo pasada a través de la Secretaría de Estado: entonces estaban en ella monseñor Montini, monseñor Tardini, el Secretario de Estado cardenal Luigi Maglione, pero el personal de la Secretaría de Estado era bastante limitado, sobre todo respecto a hoy. Por tanto son diversas las personas que se ocuparon de formular las respuestas y sobre todo de aconsejar al Papa. Pío XII escuchaba a todos, era una persona acostumbrada a pedir consejo, lo sé también por experiencia personal, pero al final era él el que tomaba las decisiones.
– ¿Había peticiones de ayuda dirigidas al pontífice?
Sí, ciertamente. Por volver a la cuestión de la oposición que han llevado a cabo esos tres grupos de personas que he mencionado [los comunistas, los masones y diversos ambientes judíos, ndr], debemos preguntarnos: ¿qué saben de la verdadera documentación? Yo he hablado con muchos de ellos y he descubierto que no saben ni el alemán ni el italiano ni el latín, y por tanto no tienen acceso a los documentos de primera mano.
Toda la correspondencia entre Pío XII, la Secretaría de Estado con las diversas Nunciaturas, para ellos es un libro cerrado con siete sellos no pueden siquiera entenderlo. Cuando algunos de ellos han venido a mí yo les he mostrado los documentos que tenía, y he tenido que hacer la traducción párrafo a párrafo. La respuesta que me daban era siempre: esto nosotros no lo sabíamos.
Cierto, nadie debe saberlo todo, pero si no lo sabían ¿por qué han emitido juicios taxativamente negativos? Esto no es aceptable ni humanamente ni desde el punto de vista científico, lo digo como historiador de profesión. Si uno no sabe y no puede leer los documentos, entonces es mejor que no diga nada.
Alguna vez me ha pasado de decir a un colega profesor, cuando fui profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana, “querido colega, permítame, si sigue escribiendo sobre esto con juicios de este tipo, sería oportuno que añadiera 'según he podido constatar de los diversos documentos en lengua inglesa’, así todos sabrán que usted se basa en documentos de discutible valor y no sobre los auténticos”. Veremos si seguirán repitiéndose estos ataques, hechos sin conocer los documentos. Una cosa es segura, nosotros estamos todos a favor de que se abran, lo antes posible, todos los Archivos del Vaticano. Es nuestro interés, para que se ponga finalmente punto final a estos continuos ataques no basados en la verdad.
– ¿Qué cuentan estos documentos?
Los documentos demuestran que Pío XII hizo todo lo posible por ayudar a los judíos. Le daré algunos ejemplos. Usted sabe naturalmente que Roma fue ocupada por los alemanes el 12 de septiembre de 1943, cuatro días después del armisticio. El 26 de septiembre, quince días después, el jefe de las SS de Roma Kappler llamó a los representantes más autorizados de la comunidad judía de Roma, un cierto Ugo Foà, que era el presidente de la comunidad, y también un cierto Anselmi, y les dice: “Tenéis que entregarme 50 kg de oro antes de 36 horas, de lo contrario 200 judíos serán arrestados y deportados a Alemania”.
En ese punto los judíos hicieron de todo por encontrar 50 kg de oro, pero no lo consiguieron. Y aquí sucedió una cosa que a los judíos no les gusta recordar, pero que por motivos históricos hay que decir. El rabino jefe de Roma, Israel Zolli, que había sido rabino jefe de Trieste, por tanto muy cerca de Alemania y muy consciente de lo que sucedía con las deportaciones de los judíos, llamó a estos jefes políticos de la comunidad de Roma y les dijo: Señores, es necesario que cerremos la sinagoga, escondamos todos los documentos, digamos a todos que huyan de Roma, debemos también disponer dinero para pagar a los empleados con algunos meses de antelación, etc. Debemos temer el hecho de que los alemanes arresten a todos los judíos y los deporten, quien sabe para qué fin.
– ¿Y los jefes de la comunidad qué responden?
No le creyeron, al contrario, le ridiculizaron, te tildaron de alarista; recordemos que muchos judíos habían sido fascistas, este es un hecho notorio, incluso en posiciones bastante elevadas, y estaban convencido de que en Italia esas cosas no podían suceder. Ni tampoco cambiaron de idea cuando Kappler les exige los 50 kg de oro: estaban convencidos de que a ellos, una vez entregado el oro, no les podría pasar nada.
El problema es que no consiguieron encontrar los 50 kg de oro; con todos los anillos de matrimonio y otros objetos de la población judía llegaron a 35 kg. Entonces el rabino jefe Zolli fue al Vaticano y habló con Bernardino Nogara, un laico encargado de un fondo especial de ayuda de la Santa Sede. Nogara inmediatamente tomó contacto con el Sumo Pontífice Pío XII, que le respondió: yo estoy dispuesto a dar el oso. Si en 36 horas no encontramos esta suma, daremos el equivalente en divisas oro, francos o dólares americanos.
Cuando Zolli volvió a casa, encontró que se habían recogido los 15 kg de oro que faltaban, y él estaba seguro de que habían sido entregados espontáneamente por católicos. Nosotros no tenemos un documento que lo pruebe, no sabemos si era la verdad, pero sabemos que Zolli estaba convencido de ello.
– Después de este episodio, ¿qué sucedió?
El 28 de septiembre, estos 50 kg fueron entregados a Kappler; cuando los judíos pensaban estar a salvo, el 29 de septiembre, es decir, el día después, se produjo el asalto de los nazis a la sinagoga de Roma y de otras oficinas administrativas de la comunidad. Se confiscaron todas las fichas con las direcciones donde los judíos vivían: es el preludio de lo que luego sucedería en la noche entre el 15 y el 16 de octubre. Se llevaron también los libros, dos millones de liras y otras cosas que encontraron.
Poco después llegaron a Roma 365 miembros de las SS, con el encargo de arrestar a 8.000 judíos. Ahora bien, 365 personas no eran suficientes para arrestar a 8.000, así que su jefe se dirigió al comandante militar de Roma, el mayor general Reinhard Stahel, el cual rechazó conceder más hombres: ante sus comandantes dijo que “con esta porquería – es su expresión, no la mía – no quiero tener nada que ver”.
El jefe de las SS se dirigió entonces al mariscal de campo Kesselring, comandante supremo del frente italiano – recordemos que en torno a Monte Cassino estaban aún en curso combates muy duros entre alemanes y angloamericanos – que era un buen católico y que no quería tener nada que ver con esta acción. Sin embargo, a pesar de ser pocos, los 365 hombres de las SS en la noche entre el 15 y el 16 de octubre irrumpieron en el gueto y arrestaron a 1.259 personas, las llevaron al Colegio militar, en la orilla del Tíber, no lejos del Vaticano.
Durante esa noche, los gritos de los arrestados, las voces roncas de las SS son terribles: arman tanto ruido que una mujer, que vive en las cercanías, se despierta y llama por teléfono a una amiga. Esa amiga es la princesa Enza Pignatelli Cortes Aragona, una discípula de Pio XII; por esto, le dice: “Corre en seguida donde el Papa, que pueda parar en seguida esto”.
– ¿Qué hizo la princesa?
Usted sabe que existía la prohibición de salir de noche, por el toque de queda. Así que telefoneó a un joven diplomático alemán, un cierto Gustav Wollenveber, que años más tarde se convertiría en embajador de Alemania Occidental, y le dice: “¿Puede llevarme al Vaticano? Necesito hablar muy urgentemente con el Papa”. Este joven diplomático llega con un coche diplomático, con la bandera alemana delante, la hace subir y la lleva al Vaticano: y esta mujer, que era muy enérgica, consigue llegar a la Capilla privada del Papa empujando a codazos a las personas que querían detenerla, y entra cuando el Papa acababa de terminar la misa.
Pío XII la escucha conmocionado, porque él no sabía nada ni podía saberlo. En presencia de la Princesa telefoneó inmediatamente al Secretario de Estado Maglione, diciéndole que viniera en seguida y que llamara inmediatamente al embajador alemán ante la Santa Sede para hacer una dura protesta, pidiendo que esto terminara.
El diplomático, hablando con Maglione, responde: “Eminencia, esto no sirve de nada, usted sabe por experiencia que toda protesta pública contra Hitler no sólo no tiene efectos positivos,. Al contrario, tiene efectos negativos, él se enfada y se pone furioso, no sólo contra los judíos, sino también contra la Iglesia católica, contra la cual es ya muy hostil”.
– Por tanto, ¿el régimen nazi no tenía simpatía hacia los católicos?
Esto lo confirma cuanto sucedió después de la Encíclica Mit Brennender Sorge, que es un documento durísimo escrito en alemán y difundido en Alemania a escondidas, un domingo de marzo de 1937, que no produjo ningún efecto positivo, al contrario, causó una nueva y más violenta persecución de la Iglesia Católica en Alemania. Y habían más cosas: judíos llegados de Alemania y de otros países habían dicho: por caridad, no haga nunca una protesta pública, agravaría nuestra situación.
Recordemos también otro episodio, al respecto: el Papa había ya mandado a Polonia a un oficial, Paganucci, con un tren de la Orden de Malta, por tanto un medio neutral que servía para traer a casa a los soldados italianos gravemente heridos en Rusia, encargado de llevar grandes cajas que aparentemente contenían comida, pero que en realidad estaban llenas de folletos para distribuir entre la población y los sacerdotes polacos para reafirmarles en el hecho de que el Papa estaba de su parte y que estaba haciendo todo lo que podía para ayudarles.
Y bien, ¿qué sucedió? Que el arzobispo de Cracovia, cuando vio el contenido, cambió de color y lo hizo quemar todo diciendo: “Por caridad, si distribuyo estos folletos no habrán bastantes cabezas en Polonia que puedan rodar. Decid al Papa que sabemos que está con nosotros”.
– Por tanto, ¿el Papa conocía ya cuál habría sido la reacción de Hitler?
Sí, de hecho el embajador alemán ante la Santa Sede propuso: dejadme hacer a mí, escribiré a Berlín para pedir que se detenga todo. Esto lo dijo, pero no lo hizo. Durante todo el 16 de octubre no hizo nada, y el 17 de octubre escribe una carta a Berlín en la que asegura que el Papa, a pesar de las presiones, no hará ninguna denuncia.
En resumen, escribió exactamente lo que Berlín quería saber, como hacían muchos diplomáticos en los tiempos del nazismo. Sabían que si escribían cosas no agradables para Hitler habrían sido considerados derrotistas y les habrían apartado del cargo. Lo grave fue que cuando éste fue interrogado después de la guerra, no dijo nada: por tanto se hizo objetivamente culpable.
Pero el Papa, que no se había fiado de esa propuesta, había tomado ya una segunda iniciativa, a través de un obispo que era considerado filonazi, el austriaco Alois Hudal, rector del Colegio Anima aquí en Roma. Este último escribió una carta al comandante Stahel, con la petición de enviar la protesta a Berlín. Stahel se impresiona, pero tampoco esa carta surtió efecto alguno. Pero sucedió algo imprevisto….
Continuará el próximo viernes