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¿Un mundo sin Dios?

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Miriam Díez Bosch - Aleteia Team - publicado el 19/03/14
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Cuando el hombre pretende construir un mundo sin Dios, construye un mundo inhumano

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La religión cristiana ha sido objeto, desde su nacimiento, de persecución y del deseo de aniquilarla. Nos lo cuenta Francisco Santamaría (Logroño, 1957), doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra y autor de un ensayo sobre la pretendida ausencia de Dios en el mundo, ¿Un mundo sin Dios?, editado por Rialp
 

El autor es miembro del Grupo de Investigación
Culturas, religiones y derechos humanos en la sociedad actual, de la UNIR (Universidad Internacional de La Rioja).

¿Quién quiere que la religión sea "irrelevante" en la sociedad?
 
Quizá esta pregunta no tenga una respuesta "científica", ni desde el punto de vista de la Sociología ni desde el de la Filosofía. Tengo que responder más bien mediante impresiones.
 
En mi opinión -y con un evidente peligro de simplificación-, pretenden que la religión sea irrelevante aquellas personas que en su análisis de la historia -bien sea porque estudian la historia, bien sea porque funcionan con los tópicos que elaboran otros- han llegado a la conclusión de que la religión ha representado históricamente un freno para el progreso ("caso Galileo", por ejemplo) o fuente de división y de guerra (las tristes guerras de religión en Europa y el yihadismo actual, por ejemplo).
 
Aunque hay que concederles para su percepción un cierto fundamento en los hechos, hay que decir, sin embargo, que esas posiciones resultan equivocadas.
 
Que sus posiciones poseen cierto fundamento lo han reconocido, me parece, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI. Juan Pablo II, con motivo del jubileo del año 2000 deseó realizar una solemne declaración de petición de perdón por los pecados de los hijos de la Iglesia, que a lo largo de los siglos no han sabido estar a la altura del mensaje evangélico. Por otra parte, Benedicto XVI en diversas ocasiones ha hablado de la necesidad de una purificación de la religión (junto con una también necesaria purificación de la razón).
 
En efecto, los creyentes hemos sido motivo de escándalo para muchas personas de buena voluntad. No obstante, quedarse ahí resulta claramente insuficiente, porque los creyentes y las religiones son, antes que nada, una fuente de humanidad y de bondad.

La acción caritativa de los cristianos a lo largo de los siglos es maravillosa y abrumadora: muy superior a todos los errores y equivocaciones que hayamos podido cometer a lo largo de los siglos. Hoy en día, resulta evidente que la acción de la Iglesia junto a los pobres y necesitados no tiene parangón.
 
A todo esto, conviene añadir la impagable labor realizada por la Iglesia para preservar la cultura durante la Edad Media; y que las grandes cabezas de la Modernidad, sobre todo en el ámbito de las ciencias, no sólo eran cristianas, sino en muchísimos casos, profundamente creyentes.
 
Finalmente, cabe añadir que el diálogo interreligioso representa una de las mejores maneras de aportar a nuestro convulso momento histórico un marco para el diálogo entre las culturas y entre los diversos pueblos de la tierra.

Las religiones representan a día de hoy una de las mejores apuestas para trabajar a favor de la paz en el mundo y el
entendimiento entre los pueblos y culturas. Las diversas religiones fomentan, antes que nada, entre sus creyentes actitudes de comprensión, paz, ayuda desinteresada, respeto por la vida ajena, etcétera.

Otra cosa es que la debilidad de los creyentes en ocasiones no esté a la altura de sus buenos sentimientos; pero, desde luego, esto no nos hace peores que los agnósticos o los ateos. Valorar las realidades por su posible versión corrupta no resulta justo.

Puede servir para ilustrar lo que digo un ejemplo: la violencia que sufren algunas mujeres de sus maridos o parejas provienen de una endiablada distorsión del amor, pero sería absurdo sostener por ello que enamorarse y casarse es algo perverso, que sería preciso erradicar.

 
¿Es posible un mundo sin Dios, o es una pretensión que nunca se ha realizado?

La religión cristiana ha sido objeto, desde su nacimiento, de persecución y del deseo de aniquilarla. Sin embargo, estas fuerzas nunca han acabado con el cristianismo.

Hoy en día, el cristianismo continúa siendo objeto de múltiples persecuciones, a manos de fanáticos de otras confesiones. También son perseguidos de una manera más sutil, no sólo los cristianos sino también los creyentes de diversas confesiones religiosas, mediante el laicismo, que lleva a pretender que las creencias religiosas resulten inoperantes en la configuración de la sociedad. Esta actitud resulta también fanática o, al menos, totalitaria.
 
Conviene recordar en este punto que el influjo de la religión en la configuración de la sociedad no conlleva la imposición a otros de creencias religiosas que no se comparten. El legítimo influjo social de la religión consiste más bien en la apertura de espacios de convivencia y de humanidad en la configuración del orden social, para evitar que se conculque la dignidad de la persona humana.

Las religiones poseen, por ello, una legítima capacidad de impacto social. Así es, por ejemplo, el caso de la propuesta que hacen el cristianismo de entender la familia como fruto del amor entre un hombre y una mujer, que se dan por entero y para toda la vida el uno al otro, de manera que, como fruto de ese amor, tiene lugar la generación de nuevas vidas a las que habrá que cuidar y educar y rodear de un ámbito de protección afectiva estable entre los esposos.

Asimismo, el Evangelio cristiano sirve para denunciar -como no deja de hacer, por ejemplo el Papa Francisco- toda forma de desprecio (descarte) de la dignidad humana en cualesquiera de sus formas.
 
Por otra parte, los hechos hablan más bien de un creciente sentimiento religioso en la humanidad. Hay sed de Dios; o cuanto menos de espiritualidad. La gente es consciente de que un mundo sin Dios resulta un infierno.

No obstante, resulta preocupante las derivas fundamentalistas que, en ocasiones, revisten algunas formas de vivir la fe. Y no me refiero sólo al fanatismo yihadista. Me refiero a los grupos cristianos fundamentalistas, que tienden a funcionar como secta, o le dan un portazo a los valores positivos de la Modernidad. 

El creacionismo -que niega la evolución- y posiciones de este tipo hacen daño a la aceptación de la religión, pues establecen una perversa dicotomía entre fe y razón. Plantean, a mi modo de ver, el triste dilema de elegir entre Dios y el desarrollo y el avance del conocimiento. Es en este campo en el que resulta apremiante la purificación de la fe mediante la razón que proponía Benedicto XVI.

¿Cuáles son los impedimentos para la expresión de la religiosidad hoy?

Aparte de la persecución religiosa de los creyentes fanáticos, el ataque a la religiosidad proviene en la actualidad del laicismo, con el argumento de que el espacio público -la constitución de la sociedad- ha de ser neutral, en el sentido de libre de influencias religiosas. Las posiciones laicistas abogan por un espacio público neutral, en el que se establezca una nítida separación entre política y religión.
 
La adecuada separación entre religión y política, la laicidad, representa uno de los grandes avances de la humanidad en el ámbito político. Pero es preciso entenderla bien. Neutralidad religiosa del ámbito político no significa negación de la toda relación ("contaminación") o presencia de lo religioso en el ámbito público.

La neutralidad religiosa del Estado y la laicidad del espacio público deben ser entendidas como incompetencia del Estado en materia religiosa, pero no como animadversión ante el fenómeno religioso o de la faceta religiosa de los ciudadanos (lo cual atentaría contra su libertad religiosa).

 
El Estado debe abstenerse de decir a los ciudadanos cuál es la fe verdadera y, mucho más, ha de abstenerse de condicionar el disfrute de la plena ciudadanía a la afirmación o negación de ciertos contenidos de fe. Las creencias o falta de creencias religiosas no pueden condicionar el disfrute de los derechos civiles y sociales. Ese supuesto atentaría contra el gran bien que representa la laicidad bien entendida.

Pero todo esto no significa que la religión haya de ser borrada del espacio público y ser tratada exclusivamente como algo que se vive sólo en el recinto sagrado de la conciencia o, como mucho, en los actos de culto en el interior de los templos.
 
Por tanto, es preciso concluir que la laicidad del Estado y de las instituciones no se ve menoscabada, por ejemplo, por el hecho de que haya crucifijos en las aulas u otras dependencias del Estado, o por que una niña acuda al centro escolar con la cabeza cubierta por el velo islámico.

La neutralidad del Estado tampoco se ve dañada por el hecho de que haya formas de ayuda económica para centros escolares o actividades sociales promovidas por determinadas confesiones. En la medida en que el Estado ayuda a la sociedad civil cuando ésta emprende acciones para ayudar a la comunidad, no debe privar de tal ayuda a algunas instituciones por el hecho de ser confesionales. Ello atentaría contra la libertad religiosa.

La neutralidad religiosa del Estado va más por el camino de dar cabida al pluralismo religioso, que por el de una supuesta asepsia consistente en que la religión no tenga cabida en la construcción del mundo.
 
También atentaría contra la libertad religiosa pretender que los ciudadanos creyentes no aporten a los debates sociales su punto de vista en algunas cuestiones con especial calado moral. Cuando un creyente promueve, por ejemplo, que se legisle contra el aborto, no está intentando pretender imponer a los demás su moral (algo que se referiría sólo a una cuestión privada), sino que está intentando defender, sin más, el derecho a la vida de todo ser humano.

Poco importa que ese punto de vista proceda de una afinidad religiosa o de una convicción filosófica o científica: lo que es preciso entender es que en ese debate lo que está en juego no es la moral privada de nadie, sino una cuestión pública: el sentido del derecho a la vida. 

Indudablemente, si el creyente quiere "salirse con la suya", deberá convencer al resto de los ciudadanos de que acabar con la vida de un feto no es algo que prohíba Dios sino que es, sencillamente, liquidar
una vida humana inocente e indefensa.

¿Qué quiere decir que la secularidad es un "bien" cristiano?

La secularidad es un bien cristiano porque fue precisamente Jesucristo quien estableció el gran principio que sirve para establecer la adecuada separación entre lo religioso y lo político, al afirmar "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21). De esta manera, el cristianismo se convierte en la primera religión en la que la ley religiosa no se constituye en fuente de ley civil.
 
El cristianismo entiende que el cosmos y todas las realidades humanas, también la acción política, poseen una legalidad propia, de manera que, aunque están en última instancia, dirigidas a Dios, poseen una dinámica propia. Eso abre el espacio a la razón.

Aunque todo lo que existe, desde un punto de vista cristiano, se entiende como creado por Dios y dirigido en última instancia a Él, su conocimiento y gobierno proceden de las facultades naturales humanas: de su razón, sin necesidad de reconocer al verdadero Dios.
 
Para conocer el cosmos no se precisa la revelación de Jesucristo, y la solución de los problemas políticos no es fruto tampoco fruto de la revelación sobrenatural. Dios ha puesto al hombre para que con sus facultades naturales procure conocer y ordenar -aquí entra la política- el mundo. La revelación no es fuente de conocimiento de la naturaleza. Lo que sí ocurre es que, habida cuenta de la armonía entre razón y fe, cuando el hombre pretende construir un mundo sin Dios, construye un mundo inhumano. La secularidad debe ser concebida como un proyecto contra Dios, sino como el esfuerzo por respetar el orden propio que Dios ha puesto en las cosas -su legalidad natural-.

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