El anuncio de la resurrección de Cristo es el centro del anuncio evangélico: pero, ¿fue histórico o pudo ser un mito, o un invento de los apóstoles?
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1A favor de la historicidad de los relatos del sepulcro vacío está seguramente el papel central de las mujeres – en particular de María Magdalena–, que por el derecho hebreo de aquel tiempo no tenían ningún valor como testigos.
El judaísmo de la época de Jesús estaba embebido de “machismo”. Y, de hecho, el retrato de la mujer que surge de la Biblia no es muy reconfortante. En el libro de los Proverbios, por ejemplo, se pone de relieve su naturaleza loca, pendenciera, lunática y melancólica.
Pero sobre todo, en las Antigüedades Judías, el historiador judío Flavio Josefo, escribe que “los testimonios de mujeres no valen y no son escuchados entre nosotros, a causa de la ligereza y de lo traicionero de este sexo”.
Por tanto, no es históricamente plausible que los evangelistas, intentando inventar una leyenda creíble, indicaran a las mujeres precisamente como testigos privilegiados del sepulcro vacío de Jesús y de sus primeras apariciones cuando, en la sociedad judía del primer siglo, no podían ser testigos.
Es verdad que la lista de los primeros testigos de la resurrección recogida en la primera carta de san Pablo a los Corintios, se pone en primer lugar la aparición de Cristo a Pedro: “Se apareció a Pedro y luego a los Doce” (1 Cor 15, 5).
Esta prioridad es confirmada por Lucas aunque con una formulación distinta: “Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34).
Y sin embargo, en el relato más detallado que tenemos sobre el descubrimiento de la tumba vacía que se encuentra en Juan – cuyo Evangelio fue redactado posteriormente, hacia el final del primer siglo d.C.), aun presentando en sus estratos profundos recuerdos anteriores de los de los evangelios sinópticos– se lee que María Magdalena fue la primera a la que se apareció el Señor resucitado.
Ella, a quien Jesús había librado de siete demonios y que se había convertido en su discípula, siguiéndole hasta la muerte en el Calvario, es la primera testigo en el alba primaveral de esa Pascua de abril de principios de los años 30.
Según otro Evangelio, el de Mateo, María Magdalena y “la otra María” encontraron a Jesús mientras volvían de haber descubierto el sepulcro vacío (Mt 28,9-10).
En estos dos Evangelios el mismo Señor resucitado (Jn 20,17; Mt 28,10) y un ángel (Mt 28,7) dijeron a las dos mujeres (Mateo) o sólo a María Magdalena (Juan) que llevaran la noticia de la resurrección a los discípulos.
2Los apóstoles anunciaron públicamente el descubrimiento de la tumba vacía y los encuentros con el Resucitado a poca distancia de la muerte de Jesús, cuando los testigos aún vivos en Jerusalén habrían podido desmentirles.
Una ulterior prueba de que las fuentes escritas que nos han llegado son fiables es que ningún evangelista, ni otra tradición neotestamentaria, narra el modo en que sucedió la resurrección.
La única que lo hace es el Evangelio de Pedro, el escrito apócrifo – por tanto, no incluido por la Iglesia entre sus textos oficiales – en el cual se encuentra el relato más antiguo, conocido por nosotros, sobre este argumento que fue redactado presumiblemente en Siria, hacia la mitad del siglo II.
Los primeros seguidores de Jesús eran mayormente pescadores, encarnaban bien la mentalidad semítica de entonces, no eran visionarios, necesitaban pruebas tangibles y no promesas vanas y etéreas. Y las manifestaciones de Jesús resucitado recalcan su carácter de experiencias concretas, de encuentros reales.
Dos son los verbos griegos usados por el Nuevo Testamento para definir el acontecimiento pascual: el primero es eghéirein, literalmente “despertar” del sueño de la muerte por obra de Dios Padre; mientras que el otro verbo es anìstemi, que indica el “ponerse en pie”, casi un levantarse del sepulcro y de la tierra hacia el cielo.
En estos dos verbos hay una doble descripción de la Pascua, que no es meramente reducible a la reanimación de un cadáver, como el de Lázaro o el del hijo de la viuda de Naím, o el de la hija del jefe de la sinagoga de Cafarnaúm, destinados todos a morir de nuevo.
Con la resurrección se quiere subrayar que Cristo sale del reino de la muerte y vuelve a la vida: no es casualidad que en las apariciones se insista en la verificabilidad de la realidad personal del Resucitado que se deja tocar, habla, se encuentra con sus discípulos y come.
Según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, confirmado por las cartas de san Pablo a los Romanos, Corintios y Gálatas, la Iglesia primitiva ha predicado además la resurrección de Jesús desde sus inicios, ya con ocasión del primer Pentecostés, es decir, apenas dos meses después de la muerte de Jesús (Hch 2, 24-36).
Esto prueba, por el poco tiempo a disposición, el hecho de que las apariciones de Jesús no podían ser elaboraciones legendarias del mensaje de la resurrección fruto de la fe.
Por otro lado, ¿cómo habrían podido los apóstoles predicar la resurrección de Jesús de entre los muertos si los habitantes de Jerusalén podían en cualquier momento mostrar la presencia del cadáver de su maestro?
El documento más antiguo sobre Jesús resucitado se encuentra en el capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios, escrita por san Pablo a mitad de los años 50 d. C., por tanto menos de veinte años después de la muerte de Jesús.
“Pedro” es citado por su nombre arameo “Kefa”, que significa “Pedro” pero también “piedra”, signo típico del Antiguo Testamento para indicar la estabilidad, don divino.
El biblista y teólogo italiano Rinaldo Fabris explica a Aleteia que esto “indica que Pablo se remitía a una tradición antigua procedente de Antioquía”.
Según la tradición, quienes vieron a Jesús resucitado fueron Simón Pedro (1 Cor 15,5; Lc 24,34), Santiago, el “hermano del Señor” (1 Cor 15,7) y María Magdalena (Mt 28,9-10; Jn 20,14-18); dos discípulos mientras se dirigían a Emaús (Lc 24,15-31), los once apóstoles (1 Cor 15,5; Mt 28,16-20; Lc 24,36-51; Jn 20,19-29; 21,1-23; Hch 1,3-11); un número considerable de apóstoles (1 Cor 15,7) y en una ocasión más de quinientos discípulos, “la mayor parte de los cuales vive aún, mientras que otros han muerto”.
Este último detalle es importante, pues san Pablo parece llamar en causa a los testigos de la resurrección entonces vivos que habrían podido fácilmente confirmar o desmentir sus palabras.
Jesús resucitado no hizo apariciones al gran público en general, a Poncio Pilato, a Caifás o a la gente que había pedido su ejecución.
Como Lucas y Pedro admiten abiertamente, Jesús se apareció “no a todo el pueblo, sino a los testigos predestinados por Dios, a nosotros” (Hch 10,39-40).
Por tanto los testimonios a favor de la resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento provienen todas de miembros del movimiento cristiano, no de observadores neutrales o adversarios.
Un frágil punto de apoyo para los críticos de la autenticidad de las apariciones, pues también algunos no creyentes como Santiago, pariente de Jesús, Tomás o Pablo encontraron a Jesús resucitado.
Las apariciones suceden en circunstancias normales, no en momentos de éxtasis, ni en sueños, y sin esas características de gloria apocalíptica que encontramos en otros lugares (Mc 9,2-8; Mt 28,3).
Para Fabris, “las apariciones son inesperadas, no son buscadas. No son fruto de la elaboración del luto, o de una visión, sino una verdadera intervención desde el exterior. Además, se diferencian de las apariciones de Dios en el Antiguo Testamento; del Dios inefable, indecible, invisible de Abraham, Isaías o Jeremías”.
Y tampoco podían ser alucinaciones colectivas, pues de lo contrario sería imposible explicar lo que le sucedió a Pablo en el camino de Damasco, algunos años después de la aparición a Pedro, que muy probablemente sucedió en Galilea.
3A pesar de las diversas discordancias en los relatos pascuales, los cuatro Evangelios demuestran concordar en los elementos esenciales, presentando un cuadro histórico muy coherente de la época.
Los críticos buscaron desmontar los relatos de las apariciones poniendo el acento en las notables discordancias presentes en los cuatro Evangelios.
Estas diferencias, que se hallan sin embargo en elementos secundarios del relato y que se explican como fruto de tradiciones diversas, convergen sin embargo en los elementos fundamentales: las apariciones a personas individuales y a grupos, en particular a los apóstoles.
En el Evangelio de Marcos, el más antiguo, cerca del sepulcro vacío, las mujeres ven a un joven envuelto en una vestidura blanca: en el Evangelio de Lucas ven a dos jóvenes en vestidos deslumbrantes. En el Evangelio de Mateo ven a un ángel. Y en el Evangelio de Juan, María Magdalena ve a dos ángeles.
Con todo, los cuatro Evangelios mantienen sin embargo el componente angélico. Los exégetas concuerdan en el hecho de que el “joven” de Marcos sea en verdad un ángel. Así, los “dos hombres con vestidos fulgurantes” de Lucas son seres angélicos.
Mientras los dos ángeles del Evangelio de Juan no anuncian la resurrección de Jesús, sino que se comportan más bien como guardias de honor que cortésmente preguntan a María Magdalena la razón de su llanto (Jn 20,13).
Igualmente, la noticia según la cual Pilato había respondido a los sumos sacerdotes y fariseos y confiado a las guardias del templo la seguridad del sepulcro de Jesús, no sería un relato con el intento apologético para desmentir la versión de que la resurrección había sido fruto del robo del cadáver de Jesús por parte de sus discípulos.
Mateo refiere, de hecho, que las autoridades judías difundieron la “versión” de que la tumba estaba vacía porque los discípulos habían robado el cuerpo (Mt 28,11-15) para proclamar la resurrección, una contra-información repetida en el siglo II, a la que se opone Justino en su Diálogo con Trifón, y retomada en el siglo XVIII por Reimarus.
En su obra “Dicen que resucitó”, el conocido periodista italiano Vittorio Messori afirma: “Es todo muy lógico, todo muy coherente, incluido el hecho de que el Crucificado sea definido por los miembros del Sanedrín como plános, impostor, y la de sus discípulos una plàne, impostura. Son sustantivos que, en los Evangelios, son usados sólo aquí y sólo por Mateo; el verbo del que derivan aparece dos veces en Juan (7,12 y 7,47). Y basta.
Pero también en el cuarto Evangelio, como en el primero, este término injurioso (planáo significa ‘cometer impostura’) es puesto en boca de las autoridades judías y de los fariseos para difamar a Jesús.
El uso vuelve también en Pablo, el cual las tres ocasiones en que usa planáo y sus derivados lo hace siempre para defenderse de una acusación contra los cristianos desde el judaísmo, como en 2 Cor 6,8: ‘que seamos considerados como impostores (plánoi), cuando en realidad somos sinceros.
Y es curioso observar que durante los siglos, hasta casi nuestros días, la polémica judía contra los ‘galileos’ cristianos se sirvió sobre todo de la acusación de impostura, y acusó al rabino Jesús de ser un impostor.
Por tanto parece que precisamente aquí, en las palabras que Mateo atribuye a los ‘sumos sacerdotes y fariseos’ se esconda un signo preciso de credibilidad: son judíos que hablan de ese presunto Cristo precisamente como los jerarcas judíos debían hablar de él y como siempre habrían hablado de él”.
La mención de los fariseos junto a los sumos sacerdotes es al mismo tiempo una cuestión importante. Como atestiguan también los Hechos de los Apóstoles (23,6-8): los saduceos – el grupo que controlaba el Sanedrín al que pertenecía tanto Caifás como su suegro Anás – no creían en la resurrección de los muertos, mientras que los fariseos sí, por tanto la presencia de estos últimos en la delegación que fue adonde Pilato es creíble.
La intención del relato de Mateo no es el de ajustar los hechos, de hecho coloca la intervención de las autoridades judías un día después, dejando durante una jornada la tumba sin guardián.
Por tanto, el episodio no sirve para borrar sobre el todo la duda sobre la desaparición del cuerpo a causa de esa primera noche en que la tumba quedó sin vigilancia.
Fabris explica a Aleteia que “la tradición cristiana de la tumba vacía nunca fue desmentida en el mundo judío. Sencillamente se da una explicación distinta. Y esta versión que existía en el ambiente judío es atestiguada muy tardíamente, en el siglo V”.
4Sólo la experiencia personal de un Jesús vivo puede motivar el radical e imprevisto cambio sucedido en los discípulos que de perdidos, derrotados, humillados, se hicieron incansables anunciadores de su resurrección.
El miedo de las mujeres al descubrir la tumba vacía, la primera duda de María de Magdala que piensa que el cadáver haya sido robado – “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20,2) -, el episodio de la visita de Pedro al sepulcro, volviendo a casa “lleno de asombro” pero sin creer aún en la resurrección, la incredulidad de Tomás satisfecha por el mismo Jesús.
Estas incertidumbres, que los Evangelios no callan, confirman que lo de los primeros testigos no fue la elaboración de una creencia religiosa, sino una rendición a la realidad.
Sólo un acontecimiento imprevisto e imprevisible tras el fracaso del Calvario, podía vencer las objeciones de ese grupito desaparecido de judíos antes humillados, asustados y derrotados y hacer de ellos incansables testigos de un anuncio inaudito.
La ejecución capital de Jesús a los ojos de todos debía significar el fin de toda esperanza en la venida de un Salvador. Ser crucificados no significaba solamente sufrir la más cruel y humillante forma de pena capital, sino también morir bajo el peso de una maldición religiosa (Gal 3,13).
La crucifixión era vista como la ejecución de un criminal que muere lejos de la misericordia de Dios. La noción de Mesías derrotado, sufriente, muerto y resucitado de la tumba era extraña al judaísmo precristiano, y muchos movimientos mesiánicos o autoproclamados mesiánicos en el siglo anterior y en el sucesivo al nacimiento de Jesús generalmente acabaron con la muerte violenta del fundador.
Igualmente, las narraciones del Nuevo Testamento muestran que los discípulos huyeron (Mc 14,50) y consideraron perdida la causa de Jesús (Lc 24,19-21).
La vergüenza de la crucifixión de Jesús era un shock tan fuerte que requiere mucho más que una reflexión espiritual ordinaria dirigida a superar el escándalo de la cruz y a llevar a los discípulos a descubrir el significado de lo que había sucedido.
Cuando Jesús apareció, éstos en un primer momento dudan a aceptar la verdad de ello (Mt 28,17; Lc 24,36-43; Jn 20,24-29). Y también Saulo, el perseguidor de los cristianos en Jerusalén, tras la experiencia de revelación en el camino de Damasco cambia radicalmente su perspectiva religiosa y proclama el Evangelio a los no judíos; Pedro, el que había renegado de Jesús, se convierte en el testigo oficial de la resurrección empujando a la fe pascual a “los Once” y “los otros que estaban con ellos” (Lc 24,33).
Por eso sólo la firmeza y verdad incontestable de un hecho podía motivar una vuelta aceptada a la escena de aquel que, en presencia de todos, había sido derrotado, humillado, anulado hasta la muerte en la cruz.
Sólo la experiencia real de encuentro con Jesús resucitado, no un fantasma o el producto de la fantasía de una comunidad de visionarios, podían hacer superar el trauma de ese cadáver desgarrado.
5La idea de un Mesías resucitado de los muertos era una idea escandalosa e inconcebible en el contexto judío del que provenían los discípulos de Jesús y no podía derivar de los mitos de la muerte y renacimiento de los dioses y de los héroes propios de la cultura greco-romana.
La idea de un Jesús resucitado de los muertos no tiene ninguna continuidad con lo que el pueblo hebreo conocía previamente de Dios. Era un escándalo. Una esperanza de resurrección corpórea al final de los tiempos surge en dos textos apocalípticos que son datados generalmente en el siglo II a.C. (Is 26,19; Dan 12,2-3).
Un libro deuterocanónico -libro del Antiguo Testamento escrito en griego aceptado por la Iglesia católica entre los libros sagrados pero no por la religión hebrea- comprende una espera similar hacia una nueva vida a través de la resurrección (2 Mac 7,9-14; 12,44).
También muchas obras apócrifas testimonian esta esperanza en la resurrección (Enoc Etíope, Testamento de los Doce Patriarcas).
Como mucho, los hebreos creían en la resurrección de los muertos como destino de todo el pueblo de Dios, quizás de todos los hombres, pero no en la resurrección actual de una persona.
Los mismos apóstoles, como hebreos devotos, consideraban que la resurrección vendría para todos al final de los tiempos. Y sobre todo, ningún hebreo había previsto la resurrección de un Mesías crucificado. Pablo perseguía a los cristianos justamente porque estos hebreos habían comprometido el monoteísmo hebraico adorando a Jesús como al Señor.
El biblista don Bruno Maggioni explicó a Aleteia “que el intento no apologético de los evangelistas se manifiesta claramente en esta idea totalmente revolucionaria de Dios que se revela en Jesucristo, completamente distinta de como los hombres lo imaginaban hasta entonces: no un emperador en un trono, no omnipotente, no triunfador”.
Para don Rinaldo Fabris: “Entre el final del siglo I y el inicio del II, encontramos un movimiento que se distingue claramente y se separa del judaísmo fundándose sobre un pensamiento inconcebible, y que no se explica sin una experiencia real directa y que el Jesús no era sólo un profeta, un mártir, un Mesías de carácter político, un reformador. Una experiencia totalizadora que consigue socavar la mentalidad dominante”.
En la búsqueda de motivos de esta brusca ruptura provocada por la comunidad cristiana, hay quien ha intentado leer el Nuevo Testamento a la luz de las religiones greco-romanas y orientales, llegando a formular la teoría, según la cual Pablo y los autores de los Evangelios habrían elaborado la concepción de Jesús entendido como figura de culto análoga a la de las religiones mistéricas helenísticas.
A Jesús se le habría aplicado el mito de héroe -como ya hizo el filósofo pagano del siglo II Celso en la obra La verdadera doctrina – o de un dios muerto y resucitado, como sucede con Isis y Osiris en Egipto, Adonis y Astarté y después Atis y Cibeles en Asia Menor. La fe en la resurrección, sin embargo, surge en Jerusalén, en el corazón del judaísmo que rechaza los mitos idolátricos.
La fe en Jesús resucitado existe ya justo después de su muerte, así que se excluye toda posibilidad de influencia de tales mitos. Y, además, es difícil que los cristianos del primer siglo que se adhirieron profundamente a la nueva fe y tenían un bagaje cultural judío, hayan podido asumir un esquema mitológico de tipo greco-romano.
6La resurrección de Jesús no es, sin embargo, un dato “científico” incontrovertible: creer en esta es, siempre, en última instancia, un acto de fe.
La cuestión de la fe en la resurrección de Jesús no puede ser resuelta por la mera prueba histórica.
Aceptar la verdad de la resurrección y creer en Jesucristo resucitado es mucho más que un simple razonamiento fundado sobre anuncios y hechos cerrados en el pasados a los que adherirnos intelectualmente. Dios entra en el mundo de una forma inesperada, chocante y paradójica.
Como escribió el cardenal Gianfranco Ravasi en la introducción de “Inchiesta sulla resurrezione” de Andrea Tornielli, investigando en los Evangelios sobre la resurrección de Cristo, “se actúa casi como sobre un filo cortante a lo largo del cual se deben mover los pies con mucho cuidado, con el riesgo constante de resbalar hacia el lado de la penumbra de la historia, donde cuenta sólo lo que está válidamente probado, o bien lanzarse hacia la pendiente deslumbrante de la luz pascual, de la gloria y de la experiencia de fe”.
El riesgo, como diría Pascal, es el de caer en “los dos excesos: excluir la razón, o no admitir nada más que la razón”. Don Giuseppe Ghiberti, teólogo y biblista que, desde hace años, se ocupa de la Sábana Santa , comentó a Aleteia: “De la resurrección no hay experiencia externa directa.
Todo indica que esta experiencia no fue posible; sin embargo los primeros testimonios aparecieron después de que se diera el hecho.
Las consecuencias, sin embargo, son históricamente calificables: aquel que estaba muerto, y que era imposible que se relacionara interpersonalmente con la mediación del cuerpo, después de un tiempo bien determinado vuelve a la relación humana, a la dimensión corpórea, con muchos interlocutores, en muchas circunstancias. La interpretación de este dato factitivo es ofrecida a través de la fe”.