Nuestros miedos más sagrados, nuestros sueños más escondidos son tesoros de Dios
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A veces no comprendemos lo que nos dicen, malinterpretamos los gestos, juzgamos por las apariencias, nos fiamos de los opiniones de cualquiera. Nos hacemos la imagen de los demás a partir de lo que alguien nos cuenta de ellos.
Vivimos de acuerdo a nuestras teorías o de acuerdo a las teorías de los otros, adaptándonos. Nos cuesta ver la verdad. La propia, la de los demás, la de la vida, la de Cristo. ¿Qué es la verdad? Nos repetimos como Pilatos ante Jesús. ¿Qué es la verdad? Y esperamos la respuesta escuchando el silencio.
Decía el Padre José Kentenich: «No pensemos que somos los únicos depositarios de la sabiduría. Escuchemos a los demás. Creamos en lo bueno que hay en el ser humano a pesar de los errores y deslices que cometa»[1].
Es fundamental creer en el otro, en su verdad, sin fiarnos de la apariencia. Respetando su originalidad sin juzgarlo, aceptando su vida, aprendiendo de sus palabras. Una persona comentaba: «Cada uno tiene su verdad, y ha de respetarse la verdad del otro, dando opción a que no coincida con la propia. No podemos afirmar categóricamente cuál es la verdad del otro. Muchas veces nos montamos verdades convenientes sobre ellos, quizás por miedo, por necesidad, por justificación».
Tendemos a ocultar la verdad. La propia nos asusta. La de los demás no la sabemos pero la imaginamos. Nos cuesta adentrarnos en nuestra alma y ver tantas oscuridades y heridas. Confrontarnos con nuestra verdad más honda. Preferimos no verla.
Nos asusta no controlar los sentimientos que se acumulan en lo profundo produciendo temblores. Nos da miedo. El miedo nos hace cerrar la puerta y tapar la verdad, cerrar el amor.
Sólo Dios tiene acceso a lo más hondo de nuestro ser. Hay verdades que quedarán escondidas en el corazón de Dios para toda la eternidad. Entre Él y nosotros. Nuestra verdad, la más íntima, nuestros miedos más sagrados, nuestros sueños más escondidos. Esos tesoros son de Dios.
No tenemos por qué contarlos, no tenemos por qué sacarlos a la luz. Nuestra verdad nos lleva a comportarnos de una cierta manera y por eso es tan importante ponerle nombre, confrontarnos con su existencia y no negarla.
Decía San Bernardo: «El desconocimiento propio genera soberbia; pero el desconocimiento de Dios genera desesperación». El no conocer nuestro interior puede hacernos soberbios. El no conocer a Dios nos desespera. Por eso es tan importante vivir así nuestra relación con Dios.
Cristo es la verdad, nuestra verdad. Él vive en el interior del alma. Sólo Él entra en lo más sagrado de nuestro interior y nos da luz. Nos conoce como somos, nos quiere en nuestra pobreza. Sólo Él tiene la llave que conduce, escaleras abajo, hasta nuestro santuario corazón.
Por eso no vamos por ahí ventilando lo que vive en nuestro interior. Salvo que alguna persona tenga esa llave y queramos compartir en confianza con ella lo más sagrado, lo más íntimo. Salvo que lo queramos compartir en la confesión. Dios nos ayuda, nos permite comprender más lo que nos sucede, nos abre el alma y deja que el aire fresco entre y nos libere.
Nuestra verdad más íntima se corresponde con lo que Dios quiere de nosotros. Nuestra verdad tiene que ver con lo que somos. Con lo que estamos llamados a ser si queremos ser fieles a nuestro camino de vida, a Cristo y a su llamada. Es lo que en el Santuario llamamos ideal personal. Nuestra propia vocación, nuestro sueño y el de Dios. Nuestra verdad.
Kentenich Reader, Tomo III