Brota la ira, la rabia, el deseo de venganza…. no nos calmamos fácilmente cuando hemos sido heridos
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Jesús nos invita a ser mansos. Jesús es manso porque perdona, porque da gracias al Cirineo cuando se acerca, porque implora perdón al Padre para sus verdugos, porque calla en lugar de defenderse. Porque calma la tempestad del corazón cuando nos acercamos a Él. Porque no juzga duramente, porque escribe nuestros pecados en la arena, sabiendo que luego los borra el viento.
Nos pide nuestra carga para aliviarnos, nuestro dolor para descargarnos, nuestra angustia para darnos paz. Su amor es sin condiciones.
¡Qué difícil es ser mansos como Jesús! Mansos al aceptar las críticas y no defendernos cuando somos juzgados. Mansos para llevar con paz los contratiempos y las contrariedades, sin quejas, sin insultos.
Mansos para no contraatacar cuando nos atacan. Mansos para aceptar con valentía las cargas que pesan sobre nuestra espalda. Mansos para no devolver mal por mal, sino bondad y silencio cuando somos ofendidos.
Mansos para calmar la tempestad del corazón de aquellos que buscan descanso en nosotros. Sí, ¡qué difícil ser mansos! Brota la ira, la rabia, el deseo de venganza. No nos calmamos fácilmente cuando hemos sido heridos.
La mansedumbre tiene mucho que ver con la paciencia. Van muy unidas. Una oración lo expresa así: «Concédeme la paciencia suficiente para adaptarme a los imprevistos, para convivir con mis límites. Cristo, concédeme la paciencia para afrontar la adversidad, para perseverar ante las frustraciones, para creer en lo que es posible. Cristo, concédeme la paciencia para apreciar las cosas sencillas, para asumir el desafío de cada día, para poseer un corazón servicial y confiar en tu Providencia».
Un corazón paciente y manso es el que le pedimos a Dios. Un corazón dócil que acepte con alegría lo que procede de Dios, lo bueno y lo malo, las cruces y las alegrías. Un corazón manso que no se rebele al no alcanzar la meta.
Los mansos a veces parecen ser objeto de la burla y la crítica. La mansedumbre parece que nos hace débiles. Pero es todo lo contrario. Es fuerte el corazón del hombre manso. Porque manso es aquel que lo aguanta todo sin quejarse. Y la queja es lo más propio de un corazón débil.
Mansos como corderos para acoger la voluntad de Dios, para no dejarnos llevar por la ira, para aceptar los contratiempos con un corazón calmado. Manso es el Cordero de Dios llevado al matadero. Manso, no débil, cuando toma el cáliz en sus manos. Cuando lo miramos partido en la Eucaristía y pronunciamos el Cordero de Dios, alabamos la mansedumbre del Cordero que no se rebela y se entrega.
Jesús muestra el camino. Además lo sabemos, ¡cuánto bien nos hace vivir cerca de personas mansas! Cerca de los que no golpean nada cuando se enfadan y no se dejan llevar por ataques incontrolables de ira.
Es complicado vivir con personas de genio indómito. Con aquellos que responden con ira y rabia ante la menor contrariedad en la vida.
Es verdad que es muy difícil mantener la calma del corazón cuando nos enfrentamos a injusticias. Es muy duro. Pero es el ideal al que aspiramos.
Un corazón que sea una roca firme en la que otros puedan descansar. Un corazón que no se altere de manera injustificada y desproporcionada. Un corazón que trate el éxito y el fracaso como lo que son, dos impostores. Un corazón que sepa acoger la vida sin perder la paz interior, cuando las cosas no salen como soñábamos.