Pese a la enfermedad que padece desde su nacimiento, el “padre Amadito” logró su sueño de ser sacerdote y actualmente es Vicario de la Catedral Metropolitana
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Con su andar pausado, sin permitir que el dolor físico asome a su rostro, y menos que se interponga en su servicio a Dios y a los fieles, el P. Amado García Vázquez, uno de los vicarios de la Catedral Metropolitana, es testimonio fiel de que una discapacidad no es un castigo, sino una manifestación del amor de Dios, que será coronada con la gloria de la Resurrección.
Llama la atención verlo: con su pequeña estatura, vestido con sotana, recorriendo los pasillos de la Catedral, oficiando Misa, confesando y atendiendo a los fieles que acuden a él para pedir su consejo frente a algún problema familiar. La gente que conoce al “padre Amadito” –como le llaman de cariño– no repara en su estatura, sino en su capacidad de servicio.
El P. Amado nació con acondroplasia, una enfermedad congénita que se presenta en uno de cada 25 mil niños nacidos vivos, y que provoca que los huesos no tengan un crecimiento normal; las personas que la padecen no suelen pasar de los 144 centímetros de estatura.
Aunque la esperanza de vida y el desarrollo intelectual es normal, quienes sufren este mal enfrentan diferentes afectaciones, como fuertes dolores musculares y en los huesos, sin contar con la exclusión social.
El P. Amado explica que, al ser una enfermedad degenerativa, los signos aparecieron con el paso de los años. “Cuando era niño caminaba normal, corría, jugaba; el cambio más fuerte vino en la etapa de la secundaria, cuando me di cuenta que ya no podía hacer ciertas cosas, siempre padecía dolores en los huesos… a partir de ahí,me la he pasado en el médico todo el tiempo”.
“La mayor destrucción de los huesos ha sido en las caderas: desde antes de entrar al Seminario me operaron para quitármelas y ponerme prótesis, y como los huesos no están bien, eso significa que va condicionando músculos y cartílagos, por lo que debo hacer movimientos para adaptarme al sentarme, pararme, caminar y eso genera dolor”, explica.
Sin embargo, esto no fue impedimento para que el P. Amadito alcanzara el sueño de toda su vida: ser sacerdote. “Recuerdo que tenía como siete años y mi mayor diversión era jugar a la Misa, bautizar los muñecos de mis hermanas y mis primas, y como el patio de la casa era grande, hacíamos procesiones”.
Narra que es el menor de diez hermanos y se crió en el poblado de San Miguel Itzoteno, en el estado de Puebla. “Cuando iba a Misa –que no habían muchas– decía: yo quiero ser como el padrecito”.
Su infancia no fue fácil, no faltaron las críticas, las burlas, los traumas y las dudas. “Fue muy duro, sí me dolió, pero la vida me fue exigiendo ser muy fuerte. Me ayudó el hecho de tener una familia que me protegía, también que fui aprendiendo a lidiar con lo que podía y no podía hacer, y por supuesto, que Dios siempre estuvo ahí. Esta condición ha sido una oportunidad de relacionarme con Él, que ha sido mi motivación”.
–¿Cómo fue el ingreso al Seminario?
Mi deseo de ser sacerdote era más fuerte que pensar en complejos, y cuando llegó el momento, ni a mi familia le extrañó.
–¿Cómo lo recibieron?
Hubo dificultades. Por criterios personales, había quienes pensaban que yo no cubría las expectativas para estar ahí, otros que no era digno de formarme; también hubo quienes se burlaban o me hacían bromas, pero también estaban los que me trataban naturalmente y los que me brindaban su apoyo.
–¿Qué fue lo más difícil?
Dos cosas: me sentía cansado físicamente, me presionaban los dolores y se me dificultaban algunas actividades como subir y bajar escaleras, y sentirme en medio de dos flancos: los que decían ‘no tienes ningún problema, eres como los demás’, y a los que no les agradaba mucho mi presencia.
Todos los esfuerzos se vieron recompensados cuando hace dos años, a los pies de la Virgen de Guadalupe, el P. Amadito recibió de manos del cardenal Norberto Rivera Carrera la ordenación sacerdotal.
“Eran dos motivos de alegría, la ordenación, pero también era como si Dios me estuviera diciendo: ‘ya ves cómo sí pudiste, ya ves cómo sí te llame yo, sí llegaste’, era sentirme abrazado por Él”, relata.
Después de ejercer su ministerio en la Parroquia de San Matías, Iztacalco, en noviembre de 2013, llegó a la Catedral Metropolitana. “Aquí –dice– he encontrado mucho apoyo en los empleados y en el personal de seguridad. Me he sentido bien recibido, apreciado por el Sr. Cardenal; me siento tratado como los demás curas sin ninguna circunstancia especial, y eso lo agradezco”, agregó.
También pidió un mayor acercamiento de la Iglesia al entorno de la discapacidad: “queremos que nos incluya todavía más para reconocer que en nosotros mismos Dios puede obrar grandes maravillas”.
–¿Qué le dice a las personas discapacitadas que piensan que no pueden alcanzar sus sueños?
Que necesitamos ser fuertes, descubrir la presencia de Dios que está en nuestro corazón, Él nos va sosteniendo; yo creo que la discapacidad se puede vivir desde la Pasión de Cristo, sin fe lo viviría como una desgracia completa, lejos de Jesús no lo entendería, por eso quiero decirle a los discapacitados que la enfermedad, la aflicción y el dolor son grandes tesoros que podemos usar para acercarnos a Cristo Jesús en su Pasión, de una manera muy especial.
Artículo originalmente publicado por SIAME