Palabras del Papa durante la Vigilia de Oración por el Sínodo de la Familia
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Queridas familias, buenas tardes
Cae ya la tarde sobre nuestra asamblea.
Es la hora en la que se vuelve con gusto a casa para reunirse en la misma mesa, en el espesor de los afectos, del bien realizado y recibido, de los encuentros que dan calor al corazón y le hacen crecer, vino nuevo que anticipa en los días del hombre la fiesta sin ocaso.
Es también la hora más dura para quien se encuentra solo con su propia soledad, en el crepúsculo amargo de sueños y proyectos rotos: cuántas personas arrastran los días por la calle sin salida de la resignación, del abandono, si no del rencor; en cuántas casas ha disminuido el vino de la alegría y, por tanto, el sabor – la misma sabiduría – de la vida… De unos y de otros, esta tarde nos hacemos voz con nuestra oración.
Es significativo cómo – también en la cultura individualista que desnaturaliza y hace efímeros los vínculos – en cada nacido de mujer permanece viva una necesidad esencial de estabilidad, de una puerta abierta, de alguien con quien tejer el relato de la vida, de una historia a la que pertenecer. La comunión de vida asumida por los esposos, su apertura al don de la vida, la custodia recíproca, el encuentro y la memoria de las generaciones, el acompañamiento educativo, la transmisión de la fe cristiana a los hijos…: con todo esto la familia sigue siendo escuela sin igual de humanidad, contribución indispensable a una sociedad justa y solidaria (cfr Exhort. ap. Evangelii gaudium, 66-68).
Y cuanto más profundas son sus raíces, más es posible en la vida salir e ir lejos, sin perderse ni sentirse extranjeros en tierra alguna.
Este horizonte nos ayuda a captar la importancia de la Asamblea sinodal que se abre mañana.
Ya el reunirse in unum alrededor del Obispo de Roma es un acontecimiento de gracia, en el que la colegialidad episcopal se manifiesta en un camino de discernimiento espiritual y pastoral. Para buscar lo que hoy el Señor pide a toda su Iglesia, debemos prestar oídos a los latidos de este tiempo y percibir el “olor” de los hombres de hoy, hasta quedar impregnados de sus alegrías y esperanzas, de sus tristezas y angustias (cfr Conc. Ecum. Vat. II, Cost. past. Sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et spes, 1): en ese momento sabremos proponer con credibilidad la buena noticia sobre la familia.
Sabemos de hecho que en el Evangelio hay una fuerza y una ternura capaces de vencer lo que crea infelicidad y violencia. ¡Sí, en el Evangelio está la salvación que colma las necesidades más profundas del hombre! De esta salvación – obra de la misericordia de Dios y Su gracia – como Iglesia somos signo e instrumento, sacramento vivo y eficaz (cfr Exhort. ap. Evangelii gaudium, 112). Si así no fuera, nuestro edificio resultaría solo un castillo de naipes y los pastores se reducirían a clérigos de estado, sobre cuyos labios el pueblo buscaría en vano la frescura y el “perfume del Evangelio" (Ibid., 39).
Surgen así también los contenidos de nuestra oración.
Del Espíritu Santo para los padres sinodales pedimos, ante todo, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con Él el grito del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama.
Junto a la escucha, invocamos la disponibilidad a un confronto sincero, abierto y fraterno, que nos lleve a hacernos cargo con responsabilidad pastoral de los interrogantes que este cambio epocal trae consigo. Dejemos que se vuelquen en nuestro corazón, sin perder nunca la paz, sino con la serena confianza que a su tiempo no dejará el Señor de reconducir a la unidad.
¿Acaso la historia de la Iglesia no nos habla de tantas situaciones parecidas que nuestros padres supieron superar con obstinada paciencia y creatividad?
El secreto está en una mirada: y es el tercer don que imploramos con nuestra oración. Porque, si de verdad pretendemos verificar nuestro paso sobre el terreno de los retos contemporáneos, la condición decisiva es mantener fija la mirada en Jesucristo – Lumen gentium –, permanecer en la contemplación y en la adoración de su rostro. Si asumimos su manera de pensar, de vivir y de relacionarse, no nos costará traducir el trabajo sinodal en indicaciones e itinerarios para la pastoral de la persona y de la familia. De hecho, cada vez que volvemos a la fuente de la experiencia cristiana se abren caminos nuevos y posibilidades impensadas. Es lo que nos hace intuir la indicación evangelica: "Haced lo que Él os diga" (Jn 2,5). Son palabras de contienen el testamento espiritual del María, "amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestra vida" (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286). ¡Hagámoslas nuestras!
En este punto, nuestra escucha y nuestro debate sobre la familia, amada con la mirada de Cristo, se convertirán en una ocasión providencial con la que renovar – a ejemplo de san Francisco – la Iglesia y la sociedad. Con la alegría del Evangelio volveremos a encontrar el paso de una Iglesia reconciliada y misericordiosa, pobre y amiga de los pobres; una Iglesia capaz de "vencer con paciencia y amor las aflicciones y las dificultades que vienen tanto de dentro como de fuera" (Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Sobre la Iglesia Lumen gentium, 8).
Que pueda soplar el Viento de Pentecostés sobre los trabajos sinodales, sobre la Iglesia, sobre la humanidad entera. Que deshaga los nudos que impiden a las personas encontrarse, sane las heridas que sangran, vuelva a encender la esperanza. Que nos conceda esa caridad creativa que permite amar como Jesús ha amado.
Y nuestro anuncio volverá a encontrar la vivacidad y el dinamismo de los primeros misioneros del Evangelio.