El grave problema es que, de las parejas que piden el sacramento del matrimonio, ni el 10% están preparadas para recibirlo
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Según muchos medios de comunicación, el debate del Sínodo estuvo, está y estará centrado en la comunión a los divorciados vueltos a casar. Es el muro contra el que se estrellarán todas las olas, pues con la doctrina católica en la mano, la Iglesia no tiene potestad para dar la comunión a estas personas. Y es así, pues lo contrario sería admitir que el matrimonio religioso no es indisoluble, cosa que el mismo Cristo dejó atada para siempre.
Ahora bien, la mayoría de las personas que se casa por la Iglesia, ¿es consciente de haber pronunciado un voto sagrado que le ata ante Dios? Un pequeño paseo por cualquier parroquia del mundo nos debería hacer reflexionar: la mayor parte de las parejas que acuden no tienen una experiencia de fe, ni aparecen por la parroquia el resto de su vida. Muchos no se han confirmado, llevan sin comulgar ni confesarse casi desde la Primera Comunión. La mayor parte de ellos quiere “regularizar” una convivencia ya existente, o seguir la tradición familiar. Si uno pregunta por sus intenciones sobre la donación de su persona, la fidelidad o la apertura a la fecundidad, lo más probable es que reciba una mirada perpleja como respuesta.
Hoy, en nuestras sociedades tan heridas desde el punto de vista antropológico, un sacramento “de riesgo” como el del matrimonio necesita una sólida vida de fe. Este déficit de vida cristiana, ¿se soluciona con un cursillo de tres semanas? Para recibir cualquier sacramento (excepto el bautismo de los recién nacidos y la unción, por razones obvias) hay que prepararse durante años, y no está claro que sea suficiente. ¿Qué pasa con el matrimonio, entonces? La realidad, como comentaba un catequista de cursillos prematrimoniales, es que, de las parejas que piden el sacramento, ni el 10% están preparadas para recibirlo. “Lo decimos al párroco, pero no nos hace caso”, dice compungido. Y los datos lo avalan: al tercer o quinto año, casi todos se han divorciado. ¡Al contrario, es un milagro que alguno de ellos, después de años y heridas, vuelva a llamar a la puerta de la Iglesia!
Si un matrimonio con experiencia de fe, que se casa consciente de lo que hace, que tiene una comunidad eclesial de referencia y cuenta con el auxilio de la gracia, aún así atraviesa momentos en los que todo parece tambalearse y debe agarrarse a la fe incluso heroicamente, ¿qué harán quienes construyen su casa sobre arena? La realidad es que la mayoría de los que se casan por la Iglesia está firmando una hipoteca que no va a poder pagar. Una hipoteca que le cerrará la vuelta a la comunión en el futuro, si se aplica la ley a rajatabla.
Hay que abrir los ojos: el sacramento del matrimonio no es un asunto privado entre dos personas, sino un bien y una responsabilidad para la Iglesia. Los sacerdotes tienen el deber – lo dice el Derecho Canónico, y lo repitió Benedicto XVI en uno de sus discursos a la Rota – de informarse y escrutar a los contrayentes seriamente sobre sus intenciones. Debe haber una pastoral sólida antes y después del matrimonio. Las amonestaciones, los testigos, los padrinos… todos los requisitos previos que hoy son meras formalidades, hay que redescubrir para qué están ahí. El matrimonio cristiano debe ser entendido como algo muy serio por parte de todos, empezando por los sacerdotes. Y ¿qué hacemos con los que vuelven después de un fracaso? ¿Es la mejor respuesta decirle, “haber leído el papel antes de firmarlo”? ¿No dirá esa persona, con razón, “por qué no me dijiste que no lo hiciera si sabías que no estaba preparado, por qué te desentendiste de mí”?
El desfase está en que hemos heredado una pastoral sacramental que presupone la fe de los bautizados. Y esta fe hoy en muchos casos ya no existe. La llamada a la misericordia hacia los que han cometido errores también necesita un reconocimiento, por parte de muchas parroquias, de que los primeros que no nos hemos tomado en serio el matrimonio cristiano somos nosotros, de que lo hemos hecho mal. Y cambiar de rumbo cuanto antes.