El origen de todos los males es el orgullo¿Cuál es la raíz de tantas inclinaciones al mal, de tantos deseos desordenados y de tantos otros defectos de la naturaleza humana?
El orgullo, que, desde la caída de Adán y Eva se arrastró por el mundo como una peste en medio del jardín.
Antes de la caída de Adán, otro acto de orgullo causó la perdición eterna de otros seres, superiores al hombre en el orden de la Creación.
Los ángeles pecaron porque quisieron ser como Dios. “¡Non serviam! (¡No serviré!) ¡Subiré hasta lo alto de los Cielos, estableceré mi trono arriba de los astros de Dios, me sentaré sobre el monte de la alianza! ¡Seré semejante al Altísimo!” (Is 14, 13-14).
Este grito de revuelta -inspiración de todos los gritos de insumisión de la historia- se hizo oír en el cielo. Era Lucifer, el ángel que portaba la luz.
Tal era su excelencia que la Iglesia aplica a él las palabras de Ezequiel: “¡Tú eres el sello de semejanza de Dios, lleno de sabiduría y perfecto en la belleza; tú vivías en las delicias del paraíso de Dios y todo fue empleado para realzar tu hermosura!” (Ez 28, 12-12).
Si Lucifer estaba así tan cerca de Dios, ¿cuál el motivo de tamaña revuelta?
Según varios autores, fue revelado a los ángeles que el Verbo eterno se uniría a la naturaleza humana, “elevándola así hasta el trono del Altísimo; y una mujer, la Madre de Dios, se tornaría medianera de todas las gracias, sería exaltada por encima de los coros angélicos y coronada Reina del universo”.
Tal revelación fue, en el fondo, una prueba para todos los ángeles. Y algunos no quisieron aceptar, “pecaron por orgullo; se manifestaron, ipso facto, deseosos de nivelarse con Dios, pues le negaron la plena y suprema autoridad”.
Lucifer quiso sobrepasar el misterio que su entendimiento no alcanzaba… Juzgó que el Señor ignoraba la superioridad de la naturaleza angélica al preferir unirse a un ser tan inferior a sí.
Y al constatar que él, el arquetipo de los Ángeles, se vería en la obligación de adorar un hombre -aunque divino-, se rebeló.
Como observa san Bernardo, “aquel que de la nada fuera sacado, comparándose, lleno de altivez, pretendió robar lo que pertenecía al propio Unigénito del Padre”.
Entretanto, el arcángel San Miguel, levantándose como una llama de la contrarrevolución y de la fidelidad a los designios del Altísimo, gritó: “Quis ut Deus?” (quién como Dios).
Y “hubo en el cielo una gran batalla. Miguel y sus ángeles tuvieron que combatir el Dragón. El Dragón y sus secuaces trabaron combate, pero no prevalecieron. Y ya no hubo lugar en el cielo para ellos” (Ap 12, 7-8).
Arrastrando consigo la tercera parte de los ángeles, Lucifer fue precipitado en el infierno, tornándose el príncipe de las tinieblas.
“¿Cómo caísteis, oh astro resplandeciente, que en la aurora brillabas? ¡Tu soberbia fue abatida hasta los infiernos” (Is 14, 11-12). ¡Es el castigo del orgullo!
San Miguel Arcángel, a su vez, fue elevado a la más alta jerarquía celeste, tornándose el condestable de los ejércitos angélicos, el baluarte de la Santísima Trinidad. ¡Es el premio de la humildad!
Con los hombres, ¿se da lo mismo?
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Por la Hna. Ariane da Silva Santos
Artículo publicado por Gaudium Press