Un gran dolor y un gran amor, fueron los acontecimientos que llevaron al exfutbolista a un crecimiento espiritual y al encuentro de una fe inquebrantable.
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Suele decirse que para que en un ser humano haya una transformación de fondo, se necesita de un gran dolor o de un gran amor; de manera que el vivir ambas experiencias llevaron al exfutbolista Alberto García aspe a convertirse en un extraordinario testimonio de fe. Esta es la historia:
Un gran dolor
En 1990, año en que contrajo matrimonio con Rosy Peláez, Alberto García Aspe obtuvo el campeonato con los Pumas de la UNAM, y a partir de entonces su trayectoria como futbolista comenzó a ir en ascenso; sin embargo, el éxito y la fama lo llevarían en determinado momento a descuidar a la familia.
En 1992 nació su primera hija, María Rosa, y su carrera en el balompié se volvió brillante; no obstante, la relación con su familia comenzó a marchar en sentido opuesto, pues su esposa y su hija empezaron a ser objeto de sus desatenciones. Sin embargo, en 1995 ocurrió algo inesperado que lo hizo reaccionar: tras el nacimiento de su segunda hija, su esposa enfermó de gravedad. El 11 de mayo de ese año, mientras él estaba concentrado en Valle de Bravo con el Club Necaxa, de cara a una liguilla del balompié nacional, recibió una llamada telefónica del hospital en el que su esposa se encontraba, una llamada en la que se le indicó que tenía que volver de urgencia a la ciudad, ya que su mujer estaba muy delicada.
Así, él acudió al nosocomio de manera inmediata y firmó para que le practicaran la operación que requería, una cirugía que duraría mucho, y el dolor de sentirla al borde de la muerte la haría valorarla.
La operación fue exitosa; sin embargo, eso no mermó la angustia de García Aspe, pues Rosy Peláez tuvo que pasar toda la noche en Terapia Intensiva, ya que se desconocía si superaría o no la situación. “Fue la noche más difícil de mi vida”, ha dicho el ex mediocampista.
Aquella noche García Aspe se hallaba aguardando los resultados en una estancia de ese hospital, mientras sus suegros ―deshechos, lo mismo que él― estaban en la sala de espera.
Sucedió entonces, cuenta el exfutbolista, que oyó la voz de una señora que se presentó en el hospital buscando a su suegra, a quien convenció de rezar un Rosario; y al término de éste, sonó el teléfono de la habitación en la que él se hallaba: era el doctor, quien le indicaba que ya podía ir a Terapia Intensiva y ver a su esposa.
Recuerda el exfutbolista que lo primero que dijo a su mujer fue que se retiraría de la liguilla, pues quería estar junto a ella en su recuperación; sin embargo, lo que ella le respondió fue que gracias a Dios se había salvado, y que él debía regresar a la concentración para poder levantar la copa cuando el equipo ganara la liguilla. Tres semanas después, asegura, eso justamente hacían: celebrar juntos el triunfo del Necaxa.
Un gran amor
En ese año, 1995, se fue a jugar a Argentina. Sin embargo, en el futbol de aquel país no tuvo el éxito que esperaba; de manera que, tratándose de un futbolista que hasta antes había logrado todo lo que se proponía, volvió hundido en una depresión, pues fue un duro golpe para su ego. Tenía hasta ganas de matarse, asegura. Y cuenta que una vez, de camino al entrenamiento con el Necaxa, club al que regresó, sintió el deseo de impactar su coche y morir. “Gracias a Dios me llegó una lucecita que me dijo: ¿cómo pretendes hacer eso? Y de ahí empecé a levantarme, obviamente con el apoyo de mi mujer”.
Por aquellos días, Rosy Peláez también estaba pasando por una fuerte depresión, pues pensaba todo el tiempo en aquella etapa crítica de su vida, en la que luchaba contra la muerte. De pronto descubrió lo que la tenía en ese estado: sentía que no había hecho nada en esta vida y que al morir llegaría ante Dios con las manos vacías.
Ocurrió entonces que cierta ocasión, mientras estaba en el gimnasio, escuchó una conversación entre dos mujeres que hacían ejercicio; una le comentaba a la otra que estaba por divorciarse, y la otra la invitaba a su casa a rezar ante la Virgen María para salvar su Matrimonio. La señora no quiso ir, cuenta Rosy Peláez, pero ella sí; de manera que, sin conocer a aquella mujer, le pidió que la llevara a ver a la Virgen. Relata que llegó a la casa de esa señora y vio una imagen hermosísima de la Virgen de la Paz; se arrodilló ante ella y fue tal la alegría que sintió que quiso llevar a su esposo, quien para entonces estaba concentrado con la Selección Nacional de cara a las eliminatorias del Mundial de Futbol de 1998.
García Aspe no podía salir de la concentración, pues tenían enfrente un partido muy importante; pero ante la insistencia de su esposa, pidió permiso al técnico para salir sólo media hora. Su esposa pasó por él y lo llevó a casa de la señora. Cuando llegaron, él vio la imagen de la Santísimo Virgen. La señora le pidió que se hincara ante ella, la mirara a los ojos y le pidiera lo que quisiera. Él lo hizo, y sucedió entonces algo impresionante: “Fue algo así como un flechazo que me llegó al corazón; empecé a llorar como niño, no uno ni dos minutos, sino quince. Yo había pedido permiso media hora y me quedé cuatro en casa de aquella señora.
Cuenta Rosy Peláez que cuando él estaba hincado, ella volteó hacia la Virgen y le dijo: “Virgencita, te presento a mi marido”. Él quedó profundamente enamorado de la Virgen, y ahora es su debilidad”, señala.
Y a partir de ese momento, la fe de García Aspe se volvió inquebrantable.
Artículo originalmente publicado por SIAME