Lo que pasa en la familia tiene una trascendencia enorme en la sociedad
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Adán y Eva, sintiéndose culpables de su pecado, se escondieron de la presencia de Yhavé (Gén. 3,1-19); David reconoció su culpa ante el reproche del profeta Natán (II. Sam. 12,1-15); el Apóstol Pablo, ya en el Nuevo Testamento, siente el reproche interior de su conciencia que lo lleva a reconocer la incoherencia en su conducta (Rom. 7,14-24). Todos, en fín, alcanzaron la reconciliación.
Algunos escritores se han referido a la lucha proverbial entre amor y odio a lo largo de la historia; uno y otro han intentado prevalecer sobre su contrario. El campo en que se libra esta batalla es el corazón del hombre. Incluso el Evangelio de S. Mateo (10,35) alude a que “los enemigos de cada cual serán los que conviven con él”; es decir, los de su propia casa. La reconciliación, pues, deberá comenzar por casa; un ejemplo típico es el caso de Zaqueo a quien Jesús de Nazareth le confirmó en su propia casa, al conocer la actitud de conversión, “hoy la salvación ha llegado a esta casa” (Lc. 19,9).
Desde esta perspectiva es posible afirmar que la reconciliación es la reconstrucción de cada uno de los rostros de la familia cuando el pecado del odio, del rechazo, de la venganza, irrumpe en el corazón humano generando una ruptura.
Reconstruir el rostro del amor conyugal entre los esposos, entre padres e hijos, entre hermanos, es operar la reconciliación intergeneracional.
A partir de esta reconciliación en el núcleo mismo de la familia, en la que es “la célula vital y fundamental de la sociedad“ (AA. n. 11) se podrá llegar a niveles más amplios cada vez, porque “el bien es, por naturaleza, difusivo”, como afirmó el ‘Doctor Angélico’. Los padres de familia comprenderán que tienen una responsabilidad muy especial de frente a la reconciliación dentro y fuera de su casa; el Concilio Vaticano II les reconoció un ‘protagonismo’ propio en la sociedad y en la iglesia.
Artículo publicado por la página web Por Tu Matrimonio