La escritora, cineasta, fotógrafo y activista estadounidense, sobre la naturaleza moral de la narración
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La obra Susan Sontag a propósito del rol del escritor y su relación con las vidas interior y pública del lector es, por decir lo mínimo, prolífica. Pero quizá en ningún otro de sus tantos textos como en su discurso sobre la premio Nobel surafricana Nadine Gordimer, titulado “al mismo tiempo: el novelista y el razonamiento moral”. Este es el discurso que da nombre a la antología póstuma de Sontag, “Al mismo tiempo: ensayos y discursos”, en el que se encuentran también sus notas sobre belleza versus interés, literatura y libertad, coraje y resistencia, entre otros.
Haciéndose eco de varias de las tesis de Walter Benjamin a propósito del rol del narrador, Sontag propone la existencia de dos modelos de narrativa contemporánea contrastantes que “compiten por ganar nuestra lealtad y atención”:
“Hay una distinción esencial entre las historias, por una parte, que tienen como su meta propia un fin, una totalidad, un cierre y, por la otra, la información, que es siempre, por definición, parcial, incompleta y fragmentaria”.
Para Sontag, estos dos modelos hallan sus respectivos ejemplos en la dicotomía que parece separar a la literatura de la comunicación masiva comercial, el mass media. Habiendo escrito hasta 2004, es fácil entender por qué para la escritora el modelo icónico de información es la televisión, pero basta preguntarse qué pensaría de la proliferación de redes sociales en internet para darse cuenta de que la compulsión por la novedad en internet ha sustituido y desplazado a la televisión –quizá- como principal medio de información.
Esto, para Sontag, tiene consecuencias morales.
“La literatura cuenta historias. La televisión da información.
La literatura envuelve. Es la re-creación de la solidaridad humana. La televisión (con su ilusión de inmediatez) distancia – nos sumerge en nuestra propia indiferencia.
Las llamadas “historias” que nos cuentan en televisión satisfacen nuestro apetito por anécdotas y nos ofrecen modelos de entendimiento que se cancelan unos a otros (reforzados por la práctica de interrumpir las narrativas televisivas con publicidad). Esto afirma, implícitamente, la idea de que toda esa información es potencialmente relevante (o “interesante”), que todas las historias son infinitas –o que si se detienen no es porque hayan llegado a un fin sino, más bien, porque han sido relegadas por una historia más fresca, más excéntrica, más lúdica
Al presentarnos un número infinito de historias sin fin, las narrativas que los medios cuentan –el consumo de aquello que ha sido tan dramáticamente insertado en el tiempo que el público educado otrora usaba para leer- ofrece una lección de amoralidad y desinterés que es la antítesis de aquella que la narración de la novela encarna”.
El punto crucial, quizá, del argumento de Sontag es la noción de obligación moral, de deber, que la autora ve como la diferencia radical entre narración e información: ¿por qué comprometerse con una obra literaria, o con una obra de arte, y con la posibilidad de enfrentarse a la pregunta a propósito de por qué esa obra en particular, como se pregunta María Popova en su post original en BrainPickings, me conmueve o me repele, si puedo simplemente revisar “las diez obras de arte más caras de la historia” en un post de Buzzfeed?
Para Sontag, el poder de la literatura reside en su posibilidad de señalar que esta, y no otra (esto es, la que cuenta) es la historia que merece nuestra atención, nuestro compromiso, que es importante. Y “ser un ser humano moral es prestar, estar obligado a prestar, ciertos tipos de atención”.