Me enseña a lanzarme a los brazos del Señor con confianza amorosa
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-Cosas que escondes, con la D.
– Duodeno.
Este es mi marido. O más bien él y una de sus salidas durante una sesión plenaria (con hermanos, cuñados, amigos de toda una vida) de Saltinmente. Él hace eso. Bromas surrealistas siempre con una cara seria.
Sin embargo, además de hacer esto y trabajar al menos 10 horas al día para mantener a su familia con gran coraje y un poco de indiferencia desenfadada; además de hacer un montón de cosas normales, como todos; además de hacer el volantín a las dos hijas pequeñas enseguida de llegar a casa aun con la chaqueta puesta (el volantín consiste en hacer girar vertiginosamente a una hija a la vez agarrándola por los brazos y sobrevivir a las tres hernias lumbares fuera de lugar).
Además de jugar a póquer on line y ser el principiante de varias actividades deportivas (desde mañana iré a correr todas la mañanas, antes de llevar a las niñas a la escuela, ahora retomo la piscina, etc.); además de tumbarse en el sofá (que después de diez horas de trabajo cada tanto se lo concedo. Más aún, cada tanto no me enojo a los cinco minutos).
Además de todo esto y mucho más que no detallaré, hace de minimizador. “¿Sabes que una franja extremista de madres del 3º año dice que no está bien que la maestra vaya tan lenta? Que los mejores se cansan. Según yo están contra Margarita porque es disléxica y quizá calcula mal y ralentiza a todo el mundo”. Del otro lado de la línea, del otro lado de la pantalla del móvil, tras una pausa de 4 segundos y un suspiro, siento un tranquilizador “bueno sí”, seguido de un “tranquila, son cosas que pasan, déjalo estar”. Margarita es perfecta y la maestra sabe lo que hace”.
En otra llamada telefónica con un orden del día variado, después de una lluvia de palabras, saco una poderosa y sintética conclusión que suena más o menos así: “Sobre todo tú, tú que entre todas las personas deberías apoyarme, ni siquiera me escuchas”. “No es verdad. Yo estoy aquí. Tengo mis límites pero te escucho. Y se que a veces exageras”.
Luego frente a las cosas importantes, como pueden ser la enfermedad de un hijo, no pierde la calma. Sufre mucho pero se traga su dolor para ayudarme a soportar el mío y confirmar con la persuasión de uno que ahora está pagando en carne propia que “nada puede realmente obstaculizar el ser feliz. Ni siquiera esto…”. Aquí no minimiza porque no hay espacio de maniobra, pero mira desde el punto de vista más humano posible. El de la cruz. Minúscula y mayúscula. ¿A qué obliga la Cruz? ¿qué me hace? Me sujeta. Me detiene. Me clava.
En el presente
Me toca también decir gracias por esta prueba; que no es una gran gota de tinta que sale de nuestra vida como si hubiera caído en un vaso de agua. No, es otra cosa. Todavía no sé describirla.
Mientras tanto, es sin duda la mejor ocasión que haya tenido hasta ahora para agradecer al Señor por el marido que tengo. Por la madera que está demostrando. Por quedarse, por continuar, volver a empezar, recogerme, reírse cuando es el momento, subrayar lo obvio cuando en la polvareda que levanta mi miedo no soy capaz de ver nada.
Estamos. Vivimos juntos un día de cada vez. ¿Hay otra opción? En el horizonte de la salud mental entiendo… (porque otras posibilidades fuera de la salud mental las conozco bien. Tienen el semblante de la angustia, de la desesperación, a veces de la envidia por la suerte de los demás, y conocen el miedo, la opresión, el agotamiento).
¿Existe otra manera respetuosa en nuestras coordenadas humanas que no sea vivir bien plantados en el presente? Como un árbol que puede doblarse un poco hacia delante y hacia atrás y abrir las ramas, si tiene las raíces bien plantadas en la tierra.
Vivimos ahora. No ayer, no mañana. Carpe diem. De hecho. Acógeme tú, Dios mío, tómame la mano. Llévame a tu presencia. Aquí y ahora. Y luego cuando llegue la hora.
Haz que me acuerde de ti. Haz que vea dónde te escondes, no para escapar sino para ofrecerle a mi libertad y mi razón la posibilidad de descubrirte y responder con el impulso de quien no está obligado a tu presencia.
Ayúdame a obedecer a la realidad que desde que te volviste Cristo Tú habitas, ayúdame a confiar en ti.
Como lo hace mi esposo…
Quiero esto: lanzarme a los brazos del Señor con la misma confianza amorosa, el mismo abandono sin reservas de mi esposo que se deja caer en el sofá. Estará quizá a veces acostado, decididamente bradicárdico, pero de ese tipo de letargo (y de la oración personal, aunque no me lo dice) quizá obtiene el reposo, la calma que le permite conducir a su familia con sabiduría. Y decirme a mí, que a menudo protesto como una niña por las cosas que nos han tocado, que “se ve que debemos pasar de ahí a nuestra salvación, para nuestra verdadera felicidad. Confía en Jesús”.
En fin, ¿entonces con quién me puedo lamentar?