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La ira, los encantamientos y el centro del Universo

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SIAME - publicado el 20/06/15
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La ira entra en la vida de una persona justo en el momento en que ésta descubre que ya no es capaz de pronunciar palabras mágicas

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Cuando el niño empieza a hablar, advierte que cada una de sus palabras es capaz de movilizar un ejército. Si dice leche, por ejemplo, la madre lo esconde en su regazo cariñosamente, o corre a la cocina para hervir agua, o manda al marido a la tienda más cercana a comprar lo que haga falta: para decirlo ya, todo empieza a moverse justo en el momento en que el bebé abre su boquita; leche, en este caso, es para él una palabra mágica. Ahora bien, si dice papá, un hombre de mediana edad sale del baño todavía enjabonado y con una toalla mal ceñida para hacer monadas alrededor de su cuna. 
 
Pero llega un día en el que sus palabras ya no hacen girar los mundos. Dice chocolate y su mamá empieza a reñirlo con estas palabras u otras parecidas: 
 
–¿Chocolate? ¿Pero es que estás loco? ¡En este momento nada de chocolate! 
 
Es entonces cuando nace la ira. Se acabaron las palabras talismán, el brujo fracasó, ya no le funcionan sus encantos ni sus encantamientos. ¿Y si pronunciara el sortilegio con un poco de más fuerza? Este es el momento en que decide echar mano de otro recurso: la palabra agresiva. El niño ya no se limita a decir dulcemente: chocolate, mamá, sino que grita: “¡Chocolate! ¡Quiero chocolate!”, a ver si así pega. Pero no pega. 
 
He aquí cómo empiezan las Memorias de un nómada de Paul Bowles (1910-1999), escritor norteamericano: “Arrodillado en una silla… contemplaba los objetos de la vitrina. A la izquierda del reloj de oro había una jarra de peltre. Después de mirarla fijamente un rato, pronuncié la palabra “jarra”. “Jarra”, repetí”. Y no pasaba nada, la jarra, por supuesto, no se movía. El niño que era Paul Bowles estaba descubriendo en aquel momento una cosa de suma importancia: que no basta con invocar algo para poseerlo; que su palabra, ¡ay!, no es tan poderosa como suponía. 
 
La ira nace, pues, cuando la persona descubre que ya no es el centro del mundo ni el ombligo del universo; que, independientemente de sus deseos, el planeta y los seres que lo pueblan seguirán su curso, arreglándoselas para vivir. 
 
¿Es la ira hija del orgullo? Quizá; en todo caso lo es también de la impotencia. El hombre airado quisiera, como el jefe de un poderoso ejército, devolver el universo a su momento más glorioso, es decir, al tiempo en que él era el centro. Con palabras mágicas ya descubrió que no puede; a ver si lo consigue con órdenes militares o golpes de fusta. Pero este recurso, a la larga, también se demuestra inútil. ¡Nunca, por desgracia, las cosas volverán a ser como en el tiempo en que roncaba en su cuna! 
 
Cuando después de ver que tampoco gritando pasa nada, el airado reacciona diciendo: “Oh, no debí haber dicho esto”. Pero por lo pronto ya lo dijo y ya hirió con sus palabras. El colérico –y no hablamos aquí de los humores hipocráticos– es un hombre que vive desdiciéndose, arrepintiéndose de sus accesos y pegando parches que, por más que quiera, nunca curarán del todo…  
 
Para Casiano, la ira es una enfermedad terrible que obstaculiza la mirada y envenena el alma de quien se abandona a ella: “Sea cual fuere la causa de esta efervescencia que radica en la cólera –escribe–, la verdad es que ciega los ojos del corazón. Es una enfermedad terrible que obstaculiza la mirada como la interferencia de una trabe que no permite a los ojos contemplar el sol de la justicia… A veces, el iracundo no puede manifestar ni llevar a cabo lo que le persuade su espíritu de revancha. Volviendo entonces contra sí mismo la ponzoña de la ira, la va madurando en su corazón sin proferir palabra. Mordiéndose los labios, se va consumiendo tácitamente en su interior» (Instituciones VIII,  6.11).

 
¡Ah, la ira! ¿Qué no puede uno hacer o decir cuando se halla bajo su poder? Para domesticarla, según cuenta Julien Green en su Diario: una tienda, en  Estados Unidos, se dedicó exclusivamente a la venta de baratijas destinadas a ser destruidas en los momentos de ira de sus compradores. “No le pegue a su mujer –decía un letrero-, mejor desquítese usted rompiendo un vaso de 5 centavos”. ¡Triste remedio!
 
Contra ira, dulzura. “Preparad desde la mañana vuestra alma a permanecer en paz; tened cuidado a lo largo de todo el día de hacer que recobre ese estado de ánimo y vigilad. Si tenéis un momento de malhumor no os desconsoléis, humillaos en silencio delante de Dios y tratad de volver a poner vuestro espíritu en actitud de paz y suavidad. Y cuantas veces volváis a caer, haced lo mismo”, enseñaba el gran san Francisco de Sales (1567-1622) en sus libros, en sus cartas y donde se terciara la ocasión. Con lo cual quería decir que, aunque la ira sea un pecado, como todo pecado también tenía perdón. Menos mal…
 
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