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Chiara Santomiero - publicado el 03/08/15
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Tres abadías de Europa cuyas ruinas conservan intacta la fascinación de la espiritualidad y del tiempo

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Las “ruinas más bellas de Francia”: así el escritor Víctor Hugo las definición en el siglo XVI los restos de una famosa abadía de la Normandía, Jumieges. Y no hay duda de que, aunque desde hace siglos tiene como techo el cielo, esta y otras abadías que marcan el mapa de Europa cristiana, no han perdido ni su antigua belleza ni la carga de espiritualidad que deriva de haber sido grandes centros religiosos y culturales. Aleteia te recomienda las tres más sugestivas.

Jumieges: la furia de la Revolución

No hay necesidad de pedir indicaciones: desde las dos orillas del Sena, a poca distancia de Rouen, basta levantar la mirada para distinguir entre los árboles las torres de la fachada de Notre Dame, la Iglesia de la abadía. Detrás de la fachada, un refinado ejemplo de arte románico normando, la imponente nave se ofrece al sol y al aire, el complejo no se recuperó tras el saqueo producido durante la Revolución Francesa.

Fundada por san Filiberto en el 654 que agrandó la iglesia ya fundada por san Columbano, la abadía fue un centro famoso por el número de monjes y por la producción de su scriptorium. Destruida una primera vez después de las incursiones normandas en el 851, fue parcialmente reconstruida en el 934, pero completamente reconstruida en la primera mitad del año 1000, bajo la guía del abad Champarti que adoptó la regla benedictina. En 1067 fue consagrada la gran iglesia abacial, de 88 metros de largo y 25 de alto. La abadía no pudo huir de las tempestades de la historia, saqueada innumerables veces junto a la ciudad que nació alrededor suyo, decayó en el siglo XVII al ser devastada en los excesos de la Revolución.

La tradición dice que aquí nació la “secuencia”, es decir la composición litúrgica que se cantaba en la celebración eucarística solemne antes de la proclamación del Evangelio. La tradición cultural de la abadía prosigue hoy, al ser dedicado como un lugar dedicado a las artes visuales y, en especial, a la fotografía. Mientras que el gran parque circundante, además de ofrecer la clama belleza de los cerezos para extasiar la vista de los visitantes, alberga una bienal de arte experimental contemporáneo.

San Galgano, la espada en la roca

Si el rey Arturo, de la mitología de la Mesa redonda, extrajo una espada de la roca, Galgano, el caballero que se convirtió en ermitaño, clavó su espada en una roca el día de Navidad del año 1180. Una forma definitiva, transformando la empuñadura en una especia de cruz, de decir “basta” a su vida anterior, tan alegre como penitente habría sido esa vida solitaria que pretendía abrazar refugiándose en las colinas de Montesiepi, a unos treinta km de Siena. La espada está todavía allí: bajo una cubierta de plexiglás es posible ver destacar de la roca una empuñadura y un trozo de una espada corroída por los años y el óxido. Han pasado casi mil años.

En el lugar de la muerte del santo ermitaño, fue edificada una capilla y después un monasterio confiado a los cistercienses. Durante la mitad del siglo XIII, gracias a generosas donaciones y a la protección de los emperadores que garantizaron muchos privilegios, inclusive el derecho de moneda, la abadía de San Galgano era la fundación cisterciense más potente de la Toscana, con vínculos estrechos con la República de Siena. Los monjes dieron luz verde a numerosos trabajos de recuperación de las tierras de los pantanos circundantes, aprovechando el curso del río Merse para disfrutar de la energía hidráulica con molinos, un telar para la elaboración de los paños y herrerías.

Los siglos sucesivos no fueron tan generosos con la abadía: la peste, los saqueos de los mercenarios, los asuntos políticos, la lucha entre la República de Siena y el papado, contribuyeron a una progresiva decadencia acelerada por el gobierno de abades infames que hicieron quitar la cubierta de plomo del techo de la abadía para venderlo. Desde este punto en adelante el complejo llegó a tal degradación, por obra de los hombres y de la intemperie, hasta el siglo XIX cuando se recuperó un interés por el monumento.

En 1924 inició la restauración pensada para consolidar lo que quedaba de monasterio, como el claustro, la sacristía, la sala capitular y el scriptorium donde los monjes copiaban los manuscritos. El resto ha desaparecido. Por lo que respecta a la iglesia (de cruz latina) el techo del cielo y el pavimento de hierba en primavera no han dejado de llamar la atención de cineastas: aquí se ambientó “Nostalgia” de Andrej Tarkovskij (1983) y “El paciente inglés” de Anthony Minghella (1996).

Whitby: las serpientes de Santa Hilda

No se sabe si la Abadía de Whitby escondía verdaderamente una entrada secreta al infierno como dice una novela de género gótico, pero si que es cierto que las ruinas del antiguo complejo benedictino colocadas sobre un promontorio de la costa nordoriental de Inglaterra ejercitan una potente sugestión que atrae a los visitantes y encanta a los novelistas. No por casualidad se inspiró allí Bram Stoker, el creador de “Drácula”, que las cita explícitamente en el capítulo sexto del libro. La construcción se remonta al año 657, obra del rey anglosajón de la Northumbria Oswiu y su nombre original es Streoneshalh que es también el nombre originario de la ciudad de Whitby en cuyo territorio se alza la abadía: el nombre se cambió con la llegada de los daneses, dos siglos después.

La primera abadesa fue lady Hilda, abadesa ya de la Abadía de Hartlepool y nieta de Edwin, primer rey cristiano de la Northumbria. Mujer de gran carisma y sabiduría, a ella acudían reyes y sabios en busca de consejo. Bajo su guía la abadía se convirtió en un importante centro religioso, centro de estudio y difusión de las Sagradas Escrituras, en el cual estudiaron algunos de los que se convirtieron en importante líderes religiosos en una época marcada por la contraposición entre un cristianismo celta y el paganismo.

En el 664 se reunió aquí el Sínodo de Whitby que legitimó la influencia de la liturgia romana en el cristianismo anglosajón. A la muerte de Hilda, la leyenda quiso que una de las monjas tuviera una visión en la que ascendía al cielo sostenida por los ángeles. Según otra leyenda, Hilda, convertida pronto en santa, habría salvado la región de una invasión de serpientes transformándolas en piedras, pero quizás el relato sirve para explicar la presencia en una playa cercana al monasterio de numerosos fósiles de amonita que recuerdan con su forma a serpientes retorcidas.

Sea como sea, a Santa Hilda, junto a San Pedro, fue dedicada la segunda abadía, erigida en 1708 después de que la primera fuese completamente destruida con la llegada de los vikingos en el año 867 y abandonada. En el 1540 la abadía fue suspendida por Enrique VIII. El complejo cayó en la ruina y fue utilizada como cantera de piedra aunque permaneció como referencia para los marinos, y para los novelistas.

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