Si vivimos cerca de Dios, de la fuente de vida, tenemos una luz diferente
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La vocación matrimonial es una aventura de largo recorrido. Tan largo que nos lleva a la vida eterna. Dios nos ha soñado juntos para siempre y no nos deja solos en el camino, nos acompaña en cada paso para que vayamos construyendo nuestra vida sobre la roca de la fidelidad, sobre su propia roca.
Queremos descubrir ese sueño que Dios sueña con nosotros. Queremos saber cuál es el rasgo de Cristo y de María que estamos llamados a encarnar en esta tierra como matrimonio.
Cuando nos casamos todo se viste de esperanza. Muchos matrimonios al comenzar piensan que nada es tan difícil como otros les han dicho. Creen que los temores que otros tienen en ellos no se van a dar.
El amor primero está en su momento de mayor alegría y entusiasmo. Todo parece fácil. Incluso los defectos del otro nos hacen gracia. Nos reímos de nuestras propias torpezas. Las debilidades de la persona amada nos enamoran más todavía.
Nos miramos y nos conmovemos con la belleza del otro. Soñamos con las altas cumbres, y confiamos en vencer la mediocridad de una vida sin altura. Aspiramos a lo máximo, no tenemos miedo al esfuerzo.
Al comienzo nuestra vida juntos suele ser un paseo cómodo y placentero. Muchas veces les digo a los novios que ojalá, al celebrar sus bodas de plata o de oro, puedan decir que se aman más que ese día de su boda.
Que su amor sea más hondo y sincero con el paso de los años. Que hayan sabido sufrir juntos y las heridas los hayan hechos más capaces para el amor. Que su amor sea más de Dios, menos ingenuo, más maduro.
La vida es larga, el camino a veces duro. Los años pueden desgastar el amor y llenarlo de amargura, de resentimiento, de rencor que no se olvida. O puede ser, por el contrario, que la vida nos haga más de Dios, más hondos, más generosos.
El paso de los años nos permite crecer o menguar, madurar o seguir siendo infantiles, avanzar en santidad o quedarnos anclados en una vida mediocre.
El día de nuestra boda comenzamos una carrera, un camino sagrado, una aventura en la que Dios es nuestro guía y Padre. Lo sabemos, no vamos solos. Nada se logra sólo con nuestro esfuerzo, eso no basta.
Somos frágiles. Contemplamos a María y decimos: Nada sin ti, nada sin nosotros. Miramos con un profundo anhelo, y a veces con impotencia, el ideal por el cual nos dijimos ese sí para siempre, para toda la eternidad. Notamos lo lejos que estamos de lo que soñamos. Pero no nos desanimamos, queremos más, siempre queremos más.
Queremos que en nuestro amor se vea la luz de Dios. Que puedan decir los que nos miran: mirad cómo se aman. Queremos dar paz a muchos. Queremos que nuestro hogar sea hogar para tantas personas sin hogar. Que nuestro amor sea fecundo. En hijos propios, en hijos espirituales, en vida de la que muchos puedan vivir.
Sí, la fecundidad es de Dios, la semilla siempre es nuestra. Nosotros sólo sembramos. El fruto es suyo. Nuestro es el sí que nos damos cada día. De Dios es el sí con el que nos bendice cada mañana.
Nuestro sí primero, el del primer amor, se ha de renovar cada mañana, cada noche, a cada hora. En momentos de luz y en momentos de oscuridad. En días de Tabor, cuando lo vemos todo claro y en días de Calvario, cuando el cielo parece oscurecerse.
Es el sí primero, el de la fidelidad a nuestra vocación. Ese sí a veces trémulo y vacilante, ese sí que se hace roca al descansar en Dios.
Sabemos que sólo cuando vivimos cerca de Dios, de la fuente de vida, tenemos una luz diferente. Nuestra forma de vivir, de mirar, de hablar, de amar, refleja el amor de Dios.
Que al mirarnos como esposos veamos a Jesús el uno en el otro. Que al mirarnos los otros vean a Jesús en nuestro amor. Sólo será posible si estamos unidos a Él. Es un misterio. Surge algo especial a partir de su presencia en nuestra vida. Nuestro amor humano se hace divino. El corazón se llena de vida y esperanza. Vale la pena dar la vida por amor.
Jesús quiere encarnarse en nosotros, en nuestra unión conyugal, a través de nuestro amor tan limitado.