Mi esposo y yo dábamos los mismos pasos, cada vez más unidos en lo más profundo de nuestros seres…
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Nuestro hijo murió después de penosa enfermedad. Vivió solo seis años en los que mi esposo y yo caminamos a su lado acompañándolo estrechamente cada momento de su corta vida, sabiendo que su enfermedad era incurable.
Padeció de fibrosis quística y la enfermedad lo fue consumiendo en un espacio de tiempo en el que fuimos testigos de sus momentos de dolor y humano desconcierto, así como de su infantil inconformidad.
También, y sobre todo, conservamos el inefable recuerdo del divino misterio de su alegría de vivir al sentirse amado, y la confianza con que cerró sus ojos y dejo este mundo para irse a uno mejor.
Ese es nuestro mayor consuelo y la más clara explicación a los designios de Dios. La vida solo tiene sentido desde el amor porque este refleja su inconmensurable bondad, y porque nuestro amor de esposos se proyectó a su vez en nuestra paternidad. Una sola carne, un solo espíritu, ya no serán dos, sino uno.
En la vivencia de la enfermedad de nuestro hijo, los desvelos, esperanzas y desesperanzas, el sentir el corazón oprimido y la resignación activa en la fe eran un solo frente en los que mi esposo y yo dábamos los mismos pasos, cada vez más unidos en lo más profundo de nuestros seres.
Nuestro hijo iluminó la sublime realidad de que vivió asistido por tres dimensiones del amor conyugal: el de cada uno de sus padres en lo individual y el que nacía del amor existente entre ambos, fluyendo como uno solo.
Un amor nacido del venero inagotable de la decisión de aunarnos cada vez más en un “nosotros”, una tercera dimensión del amor presidido por nuestras voluntades cuando decidimos hacer de nuestras vidas una sola historia. Una historia de amor que pudiera dejar un rastro imborrable de luz.
La corta vida de nuestro hijo activó aún más la capacidad natural que los esposos tenemos en cuanto cónyuges para trascender desde nuestras individualidades a un nosotros, que puede superar todas las pruebas por amor.
Un legado por el que valoramos el pleno significado personal y esponsal de nuestra relación y por el que seguiremos abiertos a la vida en la más íntima unión conyugal, indisolublemente fiel al proyecto en el que consentimos.
Por ello, nuestro hijo fallecido es y será siempre un don del que estaremos agradecidos, y la afirmación gozosa de un sí a la vida. No un doloroso recuerdo.
La unión conyugal que es la unión entre el ser varón y el ser mujer, es una unión de máxima excelencia por la que se expresa también el ser una comunión o familia de toda la humanidad.
Por ello, el consentimiento en el matrimonio asume libre y racionalmente la profunda potencia de conyugación íntima depositada en la naturaleza del varón y la mujer.
Son devastadores los efectos, sobre la estructura de la personalidad y la capacidad de amar de los hijos, de la experiencia de vivir asistiendo a los conflictos, desavenencias, separaciones y desintegraciones de la unión de los padres en cuanto cónyuges.
Por Orfa Astorga de Lira, orientadora familiar.