Es cierto que tu interior puede parecerte un desierto árido y sin agua. Pero cuando Dios entra en él, aparecen las flores. Su presencia lo embellece como nunca. Llámale en oración e invítale a tu corazón para que lo transforme en un frondoso jardín:
Hoy sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.
Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.
Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.
Para que nunca busque recompensa
al dar la mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.
Para que no busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
en el desierto de mi corazón. Amén
Por José Luis Martín Descalzo
Artículo originalmente publicado por Oleada Joven