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Gimmi, el sin techo cuya casa es el cielo

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Marinella Bandini - Aleteia Team - publicado el 05/11/15
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Después de la muerte de su esposa, pasaba los días y las noches en un banco frente a la parroquia romana de San Pío V bendiciendo a todos

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El señor Gimmi murió a principios de octubre en Roma. En realidad su nombre era Jaime Ernesto Álvaro Martínez, y era originario de Perú. Lo conocían todos en el barrio y muchos se detenían a saludarlo y a platicar un rato.

“Dios te bendiga” era lo que siempre decía. Desde hacía algunos años pasaba los días en el banco frente a la iglesia de San Pío V, en Roma, a pocos kilómetros del Vaticano, después de la muerte de su esposa.

Había llegado en un determinado momento pero parecía que hubiera estado ahí siempre, en ese banco, como si fuera casi una columna más de la iglesia, de la que no quería separarse ni siquiera por la noche para quizá dormir resguardado.

El invierno pasado, el párroco, don Donato, logró que durmiera en una de las habitaciones de la parroquia, pero al llegar el día volvía a su banco. Él había decidido que su casa era la iglesia, en la que entraba cada día para hacer una oración frente al Santísimo Sacramento y persignarse.

Gimmi es el tipo de persona que solemos llamar mendigo, vagabundo, sin techo. Pero no siempre vivió en la calle. Tenía una familia, un trabajo seguro en Milán, un futuro prometedor, hacía deporte, le gustaba navegar en barco de vela.

La muerte de su esposa lo arrojó a la desesperación y la rebeldía. Así llegó a Roma y rápidamente conquistó el banquito frente a la iglesia y la simpatía de los parroquianos.

Su familia está en Perú, pero él nunca quiso volver, quizá se avergonzaba de que lo viera así su mamá. Le gustaba la naranjada, era lo que pedía. Fumaba cigarros, puros no, porque apestan y hacen mal. Tenía un carácter áspero y era testarudo, lo que le costó alguna represalia por parte de algunos jóvenes.

Y algún pleito con sus compañeros, ahí en el banco. Pero él era el imán y el pegamento de este club destartalado, se reunían alrededor de él. Como Christoff, aficionado del Lazio, mientras Gimmi era orgullosamente romanista. Siempre dispuestos a hablar de fútbol incluso cuando se pasaban de copas.

Fue hospitalizado, luego volvió a su banco, comenzó a usar muletas y comenzó a dejarse ir. Para el verano ya usaba silla de ruedas, luego ya no quería comer, hasta la última hospitalización.

Estas fueron algunas palabras del párroco, en su funeral: “Las vías misteriosas de la vida lo llevaron a Roma, aquí a nosotros, al umbral de la iglesia. Ahora está en el umbral del paraíso, esperando su turno para entrar, porque Dios seguramente lo abrazó después de la fatiga de esta vida, Él vino por los pobres y los marginados. Al final de los tiempos será Gimmi quien nos esperará y entonces las cosas serán diferentes: será él, según la revelación de Jesús, quien decidirá quién entra, quien logró ver en su rostro a la persona de Cristo hambriento y sediento. Gimmi no se creía digno de la misericordia de Dios pero en su corazón la buscaba siempre. Y seguramente habrá encontrado esa misericordia, más fuerte que cualquier error y cualquier mal”.

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