Un día le preguntaron cómo era capaz de quedarse tanto tiempo entre los leprosos…¿Oíste hablar de Damián de Molokai? Muchos belgas lo consideran su compatriota más grande de todos los tiempos por cómo se entregó a los enfermos de lepra de Hawái hasta que se contagió él también… y murió.
Un día, a este misionero le preguntaron cómo era capaz de quedarse tanto tiempo entre los leprosos. Él contestó: “Sin mi hora santa diaria en presencia del Santísimo Sacramento, no hubiera sido capaz de quedarme ni un solo día en este lugar”.
Este santo decidió voluntariamente ir a vivir una isla donde estaban relegados los enfermos de lepra de ese reino. Los leprosos ni se dieron cuenta de su llegada, explica Josefino Ramírez en sus Cartas a un hermano sacerdote.
“Ellos vivían todas las noches absortos en una continua intoxicación alcohólica y orgía sexual para tratar de olvidarse de la carne podrida de la lepra, que los condenaba a una vida de olvido y de muerte sin consuelo”, relata.
Lo primero que hizo este sacerdote fue construir una capilla hacia donde él llevó a cada uno de los leprosos repitiéndose una y otra vez la escena del evangelio: “Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: “Si quieres, puedes limpiarme”. Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: “Quiero; queda limpio”. Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio” (Mr 1,40-42).
Allí organizó adoración perpetua. Los leprosos pronunciaban simples y bellísimas oraciones. Uno de ellos, por ejemplo, pasaba toda su hora santa describiéndole a Jesús el sonido de las olas, el azul del océano, la puesta del sol.
“Y aunque todavía tenían su carne podrida, sus almas quedaron limpias”, escribe el sacerdote, “ya no necesitaban emborracharse, porque se intoxicaron con Su Amor. El sexo no era más una necesidad imperiosa, porque ellos tenían la intimidad de Su Corazón”.
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Y recuerda seguidamente cómo la Eucaristía fue también la fuerza que, unos siglos antes, permitió a san Francisco de Asís besar y curar a un leproso.
Era un enfermo que insultaba a quienes intentaban ayudarle, también a Francisco. ¿Y qué hizo él entonces? Pues se fue ante el Santísimo Sacramento a orar. Y al volver le dijo: “Haré lo que me pidas”. El leproso le contestó: “Quiero que me laves todo, porque huelo tan mal que ni yo mismo lo puedo soportar”.
El santo que inspiró el nombre del actual Papa no se lo pensó dos veces, pidió que le trajeran agua caliente con hierbas aromáticas y a medida que iba lavando al hombre, su carne podrida iba recobrando su color natural. Finalmente el leproso quedó curado.
“A san Francisco le llaman “el tonto de Dios” porque todo lo que él hizo fue por amor a Dios –comenta monseñor Pepe-. Pero mucho más tonta es la locura de Amor del Santísimo Sacramento por lo que Jesús hace por nosotros”.
“Allí el Señor lava nuestras almas, no con agua, sino con Su Preciosísima Sangre –asegura-. Allí quedamos limpios de la podredumbre del pecado y del amor a nosotros mismos”.
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