“Perdemos el Paraíso, pero recibimos el Cielo, y lo que se gana es mayor a lo que se pierde”. San Juan Crisóstomo
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La Revelación de Dios por medio de la Biblia y la Tradición de la Iglesia, nos enseña que a causa del pecado de la desobediencia al Creador, nuestros primeros padres perdieron la “gracia santificadora” que les daba una comunión íntima con Dios, y perdieron también el estado de “justicia original” que garantizaba la armonía del hombre con Dios, con la mujer, consigo mismo y con la naturaleza. Si se hubiera mantenido fiel a Dios y al modo de vida propuesta por Dios (simbolizado por la prohibición de la fruta del árbol de la ciencia del bien y el mal, cf. Gn 2,16) él no habría perdido esos dones.
Pero, el hombre no quiso obedecer a Dios y, por autosuficiencia rechazó su modelo de vida. Pecaron por soberbia y desobediencia, dijeron NO a Dios, y sí al Tentador. Por eso, perdió el control de sí mismo y quedó sujeto a sus pasiones desordenadas; y el mundo que, por don de Dios, estaba armoniosamente sujeto al hombre, dejó de estarlo, se rompió la utilidad de las criaturas irracionales para el hombre; éstas lo maltratan y aplastan, le niegan los frutos de la tierra y, a veces, hasta las condiciones de supervivencia.
La tierra pasó, entonces, a producir espinas y abrojos y el hombre tiene que sacar de ella, con su sudor, su sustento. La mujer, a su vez, da a luz con dolor. El sufrimiento entró en el mundo con el pecado.
“«Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará”.
“Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás”
“Y le echó Yahveh Dios del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado” (Gn 3, 16-19. 23).
En los orígenes de la historia humana existe un pecado que es el responsable de la miseria física y moral que el hombre ha sufrido a través de los siglos. Como dice San Pablo:
“Por tanto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres…” (Rm 5,12).
El Papa Juan Pablo II afirmó sin dudar que:
“No se puede renunciar al criterio según el cual, en la base de los sufrimientos humanos, existen implicaciones múltiples con el pecado”.
“El mal, de hecho, permanece vinculado al pecado y a la muerte. Y, aunque se deba tener mucha cautela en considerar el sufrimiento del hombre como consecuencia de pecados concretos (como muestra precisamente el ejemplo del justo Job), él no puede, sin embargo, ser separado del pecado de los orígenes, de lo que en San Juan es llamado ‘el pecado del mundo’” (Jn 1,29) (SD, nº 15).
Así, conforme a la Sagrada Escritura y la doctrina de la fe, el origen del mal en el mundo está en el pecado, en el plano moral. Y eso hace surgir el mal físico (enfermedades, muertes, catástrofes, calamidades…).
Para explicar todo el sufrimiento que existe en el mundo San Pablo dice que: “el salario del pecado es la muerte” (Rm 6,23).
Es por el pecado, tanto original como personal, que el demonio esclaviza a la humanidad y se aparta de Dios, haciéndola sufrir. Es por eso que Jesús vino, se encarnó, para “quitar el pecado del mundo”. No fue para otra cosa. Él aceptó derramar toda su sangre y sufrir todo lo que sufrió para arrancar del mundo la raíz de todo mal: el pecado.