Con motivo de cumplirse el 50 aniversario de la terminación del Concilio
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El Concilio Ecuménico Vaticano II fue el acontecimiento religioso más importante del siglo XX y probablemente el más importante desde el Concilio de Trento. ¿Por qué? La Iglesia, por iniciativa de san Juan XXIII, convocó un Concilio para 1962 (sólo se han celebrado 20 concilios en toda la historia) para que la Iglesia se abriera al mundo, a todos los hombres y para que hiciera un examen de conciencia general para adaptar la presentación del Mensaje Evangélico a los tiempos modernos. El Concilio fue clausurado por el papa Pablo VI el 8 de diciembre de 1965.
El resultado fue colosal. No solo participaron las otras iglesias cristianas, especialmente las ortodoxas, sino que el mensaje del Concilio abarcó todos los temas candentes en el mundo, desde la carrera de armamentos, la paz, hasta proclamar que la dignidad de todas las personas, hombres y mujeres, del mundo es igual ante Dios, sin distinción alguna, y reclamar el cumplimiento de los derechos humanos para todos los hombres.
Por esta razón, numerosos comentarios sobre la importancia del Concilio han coincidido que ha supuesto la apertura de la Iglesia al mundo, y al mismo tiempo ha considerado al “mundo” no como una cosa mala, no como un “enemigo del alma” como decían algunos catecismos antiguos, sino que el mundo era bueno, porque lo había creado Dios, pero ha sido el hombre, a causa de su pecado de origen de Adán y Eva, el pecado original, el que lo ha afeado con su comportamiento lejano de Dios y de la Creación.
¿Qué ha conseguido cambiar el Concilio? Vaya por delante que el Concilio no vino a cambiar los principios de la fe y añadir algún dogma. El Concilio vino a cambiar el cómo explicar la fe, hacer ésta más comprensible para los hombres modernos. Es decir que se trató de un Concilio pastoral. Para ello modificó la liturgia, modernizándola y empleando las lenguas propias de cada pueblo.
Pero hizo más –y esto fue un poco fuerte—afirmó que la santidad no es cosa de obispos, o de religiosos, frailes o curas, sino que la santidad es cosa de todos y cada uno de los fieles, que pueden ser santos si ofrecen a Dios y cumplen con los deberes ordinarios de cada día, en el trabajo, en la familia y en las relaciones sociales. El Concilio abrió la puerta de la santidad a todos los hombres y mujeres, cualquiera que fuera su condición, raza, lengua, oficio o estado. Es la llamada universal a la santidad (Lumen Gentium, 40-42).
Esta llamada universal a la santidad significa que realza el papel de los laicos, los seglares, en la Iglesia, dándoles un protagonismo que ya habían tenido en la época de los Apóstoles, pero que con el tiempo se había restringido prácticamente solo a los célibes que se entregaban a Dios, sacerdotes y religiosos y religiosas.
Consecuencia de esta apertura a los laicos, se ha visto un gran florecimiento de instituciones y movimientos laicales por todo el mundo, que buscan precisamente la santidad personal y extender el Reino de Dios entre todos los hombres a lo largo y ancho de la geografía mundial.
Además, el Concilio aprobó un documento muy importante, que es la Constitución Dogmática Lumen Gentium (LG), la cual da los trazos de lo que debe ser la Iglesia en nuestros tiempos. Así, define a la Iglesia como un “sacramento o señal de la íntima unión con Dios” y con el género humano (LG, n. 1). Reafirmó que la Iglesia es una jerarquía, con el Papa en la cabeza, tal como la instituyó Jesucristo, pues Él fue quien eligió a los Apóstoles y estos eligieron a sus colabores o presbíteros. Reafirmó también la infalibilidad del Papa. Al pueblo fiel se le llamó el Pueblo de Dios que peregrina en la Tierra hacia la casa del Padre.
Por otro lado, definió muy claramente lo que es el sacerdocio, mediador entre Cristo y los hombres, a través de la administración de los sacramentos, en especial la confesión y la Eucaristía (sacerdocio ministerial) (Presbyterorum Ordinis (PO), n. 2). “La celebración eucarística es el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero” (PO, n.5). Este sacerdocio ministerial –que tendrá en mucho el cuidado de los pobres—deberá ejercerse en la Iglesia Latina a través del don del celibato (PO, n. 16) y se distingue del sacerdocio común de los fieles, precisamente en que a través del sacramento del Orden Sagrado queda constituido en ministro de los sacramentos y de la palabra.
¿Y quién es el Pueblo de Dios? Es el conjunto de los fieles que peregrina, como un pueblo, a la morada del Padre: “Este pueblo tiene como condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo. Tiene por ley el mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó. Tiene por fin la dilatación o ampliación del Reino de Dios… hasta el fin de los tiempos” (LG, n. 9).
La Iglesia, todos los fieles, vive en medio de los afanes comunes de los hombres, no pone su acento en la sociedad civil o los poderes temporales, sino que su misión es trascendente y cuida las relaciones de los hombres con Dios, tiene una “misión trascendente”, religiosa, y por eso es independiente de los poderes civiles los cuales cuidan del hombre en sus necesidades terrenas (Gaudium et Spes (GS), n. 76), pero ambas comunidades, la civil y la religiosa, dado que buscan el bien del hombre, aunque en ámbitos distintos, deben tener una “sana colaboración”. La Iglesia reclama “su derecho a predicar con libertad la fe, a enseñar su doctrina social… e incluso a pronunciar el juicio moral, aun en problemas políticos, si así lo exigen los derechos fundamentales de las personas o la salvación de las almas” (GS, n. 76).
Esta apertura al mundo de la Iglesia, según el Concilio, le obliga a saber ver lo bueno que hay en todas las culturas, en todas las religiones, en todos los quehaceres del hombre, ayudando a que todos los hombres y a todas las mujeres sean portadores de paz, de diálogo y entendimiento, de gozo, de amor, de libertad, teniendo en cuenta de que los hombres y las mujeres tienen todos la misma dignidad ante Dios.
También la Iglesia se proclama defensora de los “derechos del hombre” (GS, n. 41), y así el Concilio promulgó un decreto muy importante sobre el derecho de los hombres a la libertad religiosa y de conciencia (Dignitatis Humanae).
Así mismo, el Concilio proclamó el derecho de los padres a elegir la enseñanza de sus hijos, y a elegir la educación para sus hijos (Gravissimum Educationis, n. 6). Y dentro de loa derechos fundamentales no puede faltar el derecho de todo hombre a la vida, desde su concepción (GS, n. 51).
El Concilio defendió la libertad del hombre a pensar como quiera, teniendo en cuenta de que hay que diferenciar y no confundir “el error, que siempre se ha de rechazar, con el hombre equivocado, pues éste conserva siempre su dignidad como persona. Solo Dios es juez y examinador de los corazones” (GS, n. 28).
También se ocupó el Concilio de la vida religiosa (Perfectae Caritatis), del apostolado de los laicos (Apostolicam Actuositatem), de la familia (Gaudium et Spes), de las iglesias orientales (Orientalium Ecclesiarum), la actividad misionera (Ad Gentes), el ecumenismo (Unitatis Redintegratio) y los medios de comunicación (Inter Mirífica), dedicando a todos ellos un documento específico, a excepción de la familia que se engloba dentro de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, el gran documento del Concilio, junto con la Lumen Gentium.
Desde el final del Concilio pueden verse los grandes avances que ha hecho la Igledsia, no solo en el cambio de mentalidad y en la defensa de la libertad y dignidad de las personas, sino también en el ámbito del ecumenismo, no solo entre las religiones cristianas (ortodoxos, luteranos, evangélicos, etc.), sino también con las otras religiones monoteístas, como los judíos y los musulmanes –pues como ha dicho el papa Francisco, en su reciente viaje al centro de África, “todos somos hermanos”—y también con otras religiones a incluso con el mismo ateísmo, pues la Iglesia se ocupa de todos los hombres, respetando y defendiendo su libertad y dignidad.