Cuidemos el hábito sagrado de vivir aquí y ahora
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La santidad se conjuga siempre en presente. No se alimenta de buenas intenciones. No se lamenta de los fracasos pasados. Eso siempre me da confianza, porque siempre de nuevo puedo volver a comenzar.
Percibo mi vida tal como es ahora, en este instante. La tomo en mis manos, la miro con misericordia. Sé cómo soy, no me sorprendo, no me asusto, no me acostumbro tampoco, porque sé que siempre puedo ser mejor, amar más, dar más sin miedo.
No me miro pensando en cómo debería ser, soñando con la imagen de esa viña que da los frutos que su dueño espera. Anhelando una armonía perfecta prácticamente inalcanzable. No me miro pensando en cómo era antes, cuando era más joven, cuando tal vez tenía más ímpetu, más fuego.
No, me miro tal como soy hoy, en este momento en el que veo la pobreza y la belleza de mi alma. La desproporción entre ese amor infinito de Dios y mi amor tan pobre y escaso. La distancia entre el lugar en el que estoy y la misión inmensa que Dios me pide. Me miro en el instante en el que me detengo, cansado, vacío. Sin pretender ser otro, sin querer ser distinto.
El otro día leía algo sobre un método de meditación llamado: Mindfulness y también conocido como “conciencia plena”. Consiste en meditar la vida prestando atención, momento a momento, a pensamientos, emociones, sensaciones corporales y al ambiente circundante.
Es una meditación profunda en la que nos detenemos en lo que estamos sintiendo y pensando. Se trata de prestar atención a pensamientos y emociones sin juzgar si son correctos o no.
Normalmente juzgamos la realidad. La aprobamos o la condenamos. Se trata de no hacerlo en esta meditación. No juzgamos, no condenamos, no sentenciamos.
Al mismo tiempo el cerebro se enfoca simplemente en lo que es percibido en cada momento, en lugar de quedarse rumiando sobre el pasado o el futuro. Vive en el instante presente. Consiste en tomar conciencia de mi entorno, de mi realidad, de mi corporalidad.
Esta forma de meditar y enfocar la vida está teniendo en Occidente muchos seguidores. El hombre necesita volver a su interior, a su corazón y no vivir continuamente derramado en el mundo. Es la verdad.
Es un método que ayuda cuando después puedo salir al mundo llevando el amor de Dios. Desde lo que soy.
Por eso es tan necesario vivir aquí y ahora. Es la santidad de la vida diaria en la que nos dejamos conducir dócilmente por Dios donde Él quiera llevar mi vida. La santidad se conjuga en presente.
Pero es verdad que a veces vivo agobiado por el pasado. Sufro demasiado por lo que ha ocurrido. Culpa, remordimientos, rabia, rencores. No lo puedo remediar. La memoria graba todo en el corazón y no olvida.
No tomo en cuenta lo que decía el padre José Kentenich: “Suelen atormentarnos preocupaciones relacionadas con nuestro pasado. Pero lo pasado, ¡pisado! Sólo debo preocuparme de vivir despreocupado”[1].
Lo pasado ya está pisado y por ello tengo que seguir adelante. No es tan sencillo hacerlo. Pero sé que no puedo vivir con la cabeza vuelta hacia atrás, rumiando mis errores. A veces lo hago.
Quiero mirar mi hoy, mi momento, mi presente. Quiero cuidar el hábito de estar plenamente presente donde estoy, con quien estoy, atento a lo que hago en este momento. El hábito sagrado de vivir aquí y ahora.
El pasado forma parte del ayer y no puede ser una fuente de culpabilidad, de preocupación, de angustia.
Al mismo tiempo a veces me da miedo el futuro, lo que no controlo, lo que desconozco, lo que puede suceder. Sueño con que el futuro no me aturda con su cuota de incertidumbres y preocupaciones.
Quiero aceptar la vida tal y como se me presenta en este instante. Quiero intentar sacarle el mayor provecho. Disfrutar de los pequeños detalles de la vida y asombrarme ante las sorpresas que no esperaba.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios