Las impresiones de un enviado especial de Aleteia al mismo campo de refugiados que el Papa Francisco visitó en abril
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Durante mi visita al campo de refugiados de Moria en la isla de Lesbos, los alambres de espino, las cámaras, la estricta vigilancia y los carteles que prohibían hacer fotografías me dejaron estupefacto.
De hecho, Moria era, antes del acuerdo entre Turquía y la Unión Europea, un lugar abierto y en el campamento se daba la bienvenida de buen grado a los refugiados y se les auxiliaba mientras esperaban al registro de sus datos. Hoy en día, las fuerzas del orden gestionan este campo que alberga a unas 3.000 personas.
La prensa local ha informado de que los refugiados que se encontraban en el centro de la ciudad y a lo largo del puerto fueron trasladados a diferentes campamentos en el interior de la isla. La salida sigue siendo un proceso largo y difícil y los refugiados se enfrentan a la posible extradición a Turquía.
Durante mi primera visita, un niño sirio me pidió una bolsa de patatas fritas desde el otro lado del alambre espinado. Debió de pensar que yo trabajaba para uno de los cada vez más numerosos puestos de comida ambulantes que se detienen en las proximidades del campo últimamente.
Este niño, encerrado en Moria, Lesbos, me dio una lección de dignidad humana: “No mendigo por capricho. Tú estás ahí fuera mientras que yo estoy atrapado aquí dentro. Por eso te pido que cruces la carretera y me compres algo para comer”.
Otro niño se nos unió y empezó a gritar “¡Foto! ¡Foto!” tan pronto puso sus ojos en mi teléfono móvil. Otros niños se reunieron en torno a él, sonriendo y haciendo el signo de la victoria. Yo no tenía pensado hacer fotografías, aún recelaba debido a la policía y todas aquellas señales. Estos niños reclamaban visibilidad y querían que el mundo tomara conciencia de su presencia. Son valientes, a pesar de las condiciones inhumanas en las que viven.
Los jóvenes que conocí eran menos entusiastas con las fotos y más inclinados a la conversación. Algunos hablaban árabe, otros kurdo. Todos querían saber si yo era periodista para poder transmitir un único mensaje al mundo: “Esto es una prisión, ¡es un Guantánamo!”.
Por todo lo largo de la valla cercada por alambre de espino me encontré a personas atormentadas y conmocionadas. Me contaron que se había organizado una huelga de hambre en el interior del campamento y me dieron fotos de familias hacinadas en tiendas de campaña y de niños acostados en el suelo tratando de dormir a la intemperie.
Un hombre sirio me confesó que no sabía qué hacer, sobre todo por la ausencia de abogados: “Nos tomaron las huellas dactilares, no sabemos por qué… Llevo aquí más de 22 días. Hoy, la policía ha molido a golpes a un hombre porque se había puesto a la cola dos veces para tener algo de comer… Hace algunos días estalló una pelea entre refugiados y uno de ellos resultó gravemente herido, hasta el punto de ser hospitalizado… Todavía no ha vuelto”.
Otro de ellos me dijo: “Ha empezado a formarse un movimiento de protesta dentro del campo después de la decisión de extraditar a dos familias sirias a Turquía. Ayer, dos personas intentaron suicidarse”.
Salí del campo en estado de shock y me dirigí a la playa, sembrada de flotadores salvavidas, zapatos, prendas de vestir y objetos personales que habían dejado atrás los que llegaron por mar… Proyecté mi vista por encima de las aguas en dirección a Turquía, con el deseo de describir a aquellos que huyen de la muerte al otro lado qué tipo de “tierra prometida” les espera.