Hemos vivido bajo el signo de la valentía, esa falsa valentía que no fomenta superar el miedo, sino una idea improbable de su ausencia
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El miedo es una reacción química que empieza en el hipotálamo, alertándonos sobre algo malo que puede suceder.
Los miedos pueden ser variados y comunes como el miedo a las alturas, las cucarachas y arañas, o tan esdrújulos como infrecuentes, como el miedo a los payasos, ombligos y hasta el pelo suelto (caetofobia).
Otra categoría, la más perjudicial, es el miedo de las cosas no físicas: miedo al cambio, miedo a estar solos y mal acompañados y miedo a perder a alguien querido.
Irónicamente, en oposición a este último miedo, también sentimos miedo a decir que amamos. Las razones para ello puede ser múltiples: tal vez sea miedo a amar solo, tal vez sea una medida preventiva debido a los diversos fracasos emocionales o tal vez sea como el sacerdote Fábio de Melo, muy sabiamente, sugirió en uno de sus libros: “Sólo podemos dar lo que tenemos. Si nos falta amor propio, es cierto que no tendremos amor para ofrecer”.
Sentir miedo, finalmente, es natural, y no algo para gente pequeña y cobarde, como lo venden muchos. Además, el miedo y la cobardía no son – a pesar de lo que supone – características semejantes. Miedo es la posibilidad de no tener un futuro lleno de cosas que nos hacen bien y que queremos en el presente; cobardía, la falta de iniciativa para evitarnos una gran catástrofe.
Por Samuel Antunes en Obvious