Entrevista con el obispo emérito de Querétaro (México) sobre uno de los grandes temas de debate tras la publicación de Amoris Laetitia: la conciencia y la culpa
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Uno de los grandes temas de Amoris Laetitia –fundamental en los debates posteriores a su publicación—es, sin duda, el tema de la conciencia. Los padres sinodales y el Papa Francisco parten del hecho palmario que los pastores están invitados a formar la conciencia de los fieles, pero no a sustituirla.
Por ello, Aleteia ha querido abordar este complejo tema de la mano del obispo emérito de Querétaro (México), monseñor Mario De Gasperín en la siguiente entrevista.
–Hace tiempo que se ha abandonado el tema de la conciencia o de la inconciencia. Como que dejó de estar “de moda” ¿no le parece a usted?
Es que hablar de la conciencia es un asunto de suma gravedad. Por ella nos distinguimos de los brutos y la humanidad supera la barbarie. La conciencia tiene que ver con la razón, con la inteligencia, con la voluntad, con la responsabilidad. Lo humano y lo divino allí conviven por igual. Es un dato común a todos los pueblos y culturas, aunque lo expresen de modos diversos. Para unos es un genio que nos persigue, para otros una luz que nos guía o la voz de Dios que resuena en nuestro interior. En lo más Íntimo de nuestro ser hay una luz, una voz que nadie puede acallar.
–¿Existe algo que identifique a estos conceptos de la conciencia?
El elemento común a todas estas expresiones consiste en que siempre tiene que ver con el bien y con el mal, no sólo para distinguirlos sino para seguirlos, aceptando lo bueno y evitando lo malo. Es la puerta de acceso a la vida moral.
–Quizá ahí está el problema, en la disminución hasta casi el oscurecimiento de la concepción del mal…
Es este un dilema inevitable de la conducta humana. Por eso, cuando hacemos el mal nos asalta otro personaje filial de la conciencia que es la culpa. Nos sentimos culpables. La culpa es un engendro misterioso que sigue al mal y que, cuando toca el campo propio de Dios –¿y qué no lo es? –, se llama pecado. Culpa y pecado son palabras incómodas, que queremos evitar pero que nunca podremos. Son el grito de protesta de la conciencia por la herida recibida a causa del mal cometido. Adán y Eva confesaron su culpa al reconocer con vergüenza su desnudez y el asesino Caín al buscar la muerte en la soledad. Dios los rescató, porque esta culpa no es enfermedad sino herida, y al arrepentido lo cura Dios.
–Excelencia, ¿cómo opera la conciencia?
La conciencia señala a la inteligencia el bien y el mal y mueve a la voluntad a elegir el primero y evitar el segundo. Así se logra la unidad interior que evita la esquizofrenia en la vida exterior. Quien no experimenta esta vergüenza al hacer el mal, se torna un desvergonzado, primero consigo mismo y luego con los demás. En todo este proceso subyace y emerge ese don maravilloso que nos asemeja al Creador: la libertad, lo único que puede limitar su poder, pues Dios no salva a nadie contra su voluntad. Así respeta Dios su propia imagen.
–Pero la libertad no siempre se usa bien, ¿es así?
La libertad mal usada puede y llega a obnubilar y acallar la conciencia y estropear en nosotros la imagen de Dios. Es el fenómeno misterioso y terrible del ofuscamiento, endurecimiento y agonía de la conciencia. Estamos ya en la inconsciencia, y con ella en la avalancha de males que aquejan a la humanidad, comenzando por el propio individuo y llegando a toda la sociedad. El salmo lo expresa así: “Dice el impío en su corazón: no existe Dios. No hay Dios que me pida cuentas”.
–¿Es posible –desde su punto de vista—“prescindir” de la conciencia?
Prescindir, negar o apagar la conciencia, y en particular la conciencia moral y sobre todo la religiosa, es convertir el cosmos en caos, la anarquía en ley y a la humanidad en un infierno. En este estado de inconsciencia ya no es el entendimiento lúcido el que gobierna sino la voluntad dañada la que manda.
—¿Qué sucede entonces?
El propio parecer se convierte en criterio de verdad, las mentiras en razones y las falacias en argumentos. Se crean tribunales y cortes inapelables para sancionarlas y darles legalidad. Aunque proliferen los coros de aduladores para aplaudirlas, los ciudadanos conscientes deben saber que sólo obligan las leyes y las órdenes cuando concuerdan con la ley moral.
¿El católico puede oponerse a leyes que van en contra de su conciencia; me refiero a una conciencia bien formada, acorde a los principios fundamentales de la Doctrina de la Iglesia?
La conciencia –hay que reafirmarlo y subrayarlo– es el último baluarte contra la ley opresora y contra el opresor. La objeción de conciencia es un derecho por conquistar.