Las inspiraciones de la Premio Nobel de Literatura
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Esta semana la Premio Nobel de Literatura, Svetlana Alexiévich, ha pasado por España. Primero ha estado en Madrid, de la mano de la Fundación Aspen. Después ha visitado Barcelona, para participar en el Kosmópolis, una sucesión de encuentros literarios que tienen lugar en la ciudad condal cada dos años.
El formato escogido ha sido el de la entrevista pública, realizada por el también escritor Francesc Serés, un gran conocedor y admirador de la obra de esta escritora ucraniana traducida a nuestra lengua: El fin del Homo sovieticus en Acantilado; La guerra no tiene rostro de mujer, Voces de Chernóbil y Los muchachos del zinc, en Debate.
Alexiévich, como dijo el presentador del acto, no es fácil de encuadrar en alguno de los discursos políticamente correctos al uso en el mundo editorial.
No está conforme ni con los grandes y peligrosos ideales que ondeaban en la Unión Soviética, pero tampoco se muestra complaciente con el mundo occidental y su falta de finalidad y dirección. Por eso declaró: “Los que hicimos la Perestroika, hoy nos sentimos fracasados”.
Con su literatura parece buscar una tercera vía, un lugar donde no se sucumba a la dictadura del dólar que asola a su país y que “confunde dinero con civilización”.
Pero donde tampoco se pase a considerar que China es una amiga, cayendo en el césaro-papismo eslavo, según el cual el ruso busca que “con mano de hierro se lleve a la gente hacia la libertad”.
Putin, según ella, es la conjunción de ambas inercias negativas, aunadas en torno a la idea de una nación fuerte, sin importar “si hay gasas o no en los hospitales”. Incluso afirmó: “el comunismo volverá a Rusia”.
Frente a estas Rusias masivas, hay otras minoritarias que muchas veces no se atreven a hablar por miedo a las represalias. Sin embargo, ella está decidida a mostrar esas otras Rusias particulares y alternativas a la versión oficial.
Lo hace mediante el arte de sonsacar anécdotas, que muchas veces su interlocutor ni recordaba saber, porque estaban adormecidas en alguna capa inconsciente de su cerebro.
“Somos un país palabra-céntrico”, dice esta hija de profesores rurales, que desde niña aprendió argumentos esenciales en forma de historias contadas.
Por eso quizás su literatura se centra en las voces del pueblo: transcribe sistemática e incansablemente multitud de pequeños relatos, de micro-historias que destila de metódicas y sucesivas entrevistas a personas anónimas.
Así, las pasiones humanas aparentemente más insignificantes se revelan como hilos invisibles capaces de mover los mismísimos motores de la historia: mujeres que sufrieron en el frente de Stalingrado o los efectos de Chernobyl; oficiales, madres, enfermeras y prostitutas que vivieron el frente de Afganistán y sus consecuencias, tantas veces contenidas en ataúdes de zinc; etc.
Todos iluminan la sombra de lo sucedido.
Sus gustos literarios son tan originales como su escritura. “Prácticamente ya no leo ficción”, afirma, “no me interesa el entretenimiento”.
Si tiene que ponerse a leer una novela prefiere a Dostoievski que productos más actuales, porque en él encuentra la complejidad que busca.
“La literatura no consiste meramente en transmitir un mensaje o una determinada información sino en hacer vibrar el misterio, el secreto, en todos esos datos”, en “descubrir cómo y por qué los hombres consiguen seguir siendo humanos en el corazón mismo del infierno”.
A este respecto, recomendó Los demonios, a su entender un libro profético, una novela muy actual, que retrata milimétricamente el momento actual, cultural y político, de su país. “Los demonios ya están en la calle”, afirmó.
En todo lo que dice y escribe se percibe un aliento positivo, desengañado de las ideologías, sí, pero confiado en lo real, que es mucho más valioso que las ideas y los dogmas hegemónicos.
Su mirada, focalizada en la vida, en las personas, en la inigualable luz de cada uno de sus rostros, confía en que “la belleza es lo único que podemos contraponer al mal”, y no la sofisticación estética, en la que el mal, advierte, “está mucho más versado que el bien”.
Busca, pues, una belleza desnuda, que brote sencillamente, sin artificio literario, de la realidad misma, solo con mirarla del modo adecuado durante el tiempo necesario.