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Carlos Padilla Esteban - publicado el 17/06/16
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Las redes sociales nos permiten seguir a aquellas personas que despiertan más interés por lo que cuentan, por lo que viven. Miles y millones de seguidores siguen a personas hasta hace poco tiempo desconocidas.

La publicidad, los trending topic (tendencias), hacen posible a muchos salir del anonimato, ser seguidos por muchos y ganar dinero fácil. Los youtuber suben videos grabados por ellos mismos a internet y son seguidos hasta por millones de personas.

Me impresiona que tanta gente pueda seguir a alguien que cuelga en la red videos caseros. Me sorprende, no lo voy a negar.

Es el deseo de ir a la última, de saber qué es lo que se mueve a mi alrededor, lo que me mueve a seguir a otros. La búsqueda de la última corriente, la última tendencia, los hábitos más nuevos. Es el deseo de no quedar fuera de última moda que se impone. O estás ahí o no estás. O estás al tanto de lo que pasa o no te enteras.

Entonces, me pregunto, ¿a quién sigo yo? Me gustaría seguir a personas que representaran esos valores que a mí me entusiasman. Personas auténticas, llenas de vida y de esperanza. Me gustaría seguir a soñadores que nunca se den por vencidos. A hombre enamorados de la vida, del hombre, de Dios.

Tal vez no hagan nada extraordinario, pero viven de forma extraordinaria su vida ordinaria. Siempre me admiran esas personas que crean tendencias, que son fieles a lo que han decidido y optan, y avanzan. Sin importarles el número de sus seguidores. No es lo importante.

Creo que los santos crearon tendencias con sus vidas. A lo mejor no tuvieron tantos seguidores, no estuvieron tan de moda, no ganaron dinero contando el número de seguidores. Pero marcaron tendencias en la vida de Iglesia. Cambiaron su realidad amando, y dejándose la vida.

No sé si Jesús tuvo en su vida tantos seguidores. No lo sé. Tal vez no importa tanto el número de seguidores. Hoy pueden ser cientos, mañana miles, algún día millones. No es tan importante. A lo mejor más tarde en el camino dejamos de tener seguidores.

Jesús veía cómo cientos y miles de hombres seguían sus pasos. Querían milagros, querían pan, tenían hambre de una vida eterna. Pero a Él no le importaba tanto que le siguieran. No le importaba su imagen.

A veces a mí sí. Me gusta tener seguidores. Me gustaría saber si creo tendencias. Pero todo eso es vanidad. ¿Quién soy yo en realidad, en lo más hondo de mi alma? ¿Quién soy yo y para qué camino y me levanto cada mañana?

Me gusta que me sigan. Que me valoren. Que me busquen. Está grabado en el corazón del hombre. El deseo de amar y ser amado. Pero sé que todo, al final, es vanidad. El éxito y la fama. Que hablen de ti o que no hablen. Crear tendencias o no crearlas. Todo es efímero.

Domingo de ramos. Viernes Santo. Muchos seguidores alabando a Jesús. Casi ningún fiel al pie de la cruz, cuando ya todo ha acabado. La soledad del olvido.

Tal vez nos acostumbramos a ese seguimiento de masas. Tal vez nos volvemos todos un poco masificados. Hago lo que otros hacen. Sigo a quien otros siguen. Compro donde otros compran. Busco las marcas que otros tienen. Me dejo llevar.

Pero en el fondo quiero ser distinto. Creo que un pecado actual se esconde en el deseo de querer ser distinto, de querer ser raro, original, único. Como si quisiera inventar yo algo nuevo, algo mío.

Quiero tener una forma original de hacer las cosas. Pero luego me dedico a seguir a otros. Quiero ser fiel a mi forma de vivir, pero luego acabo viviendo como los otros. El pecado que más me ata es la vanidad. Me creo mejor que los otros.

Decía el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: “Algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al débil. La actitud de humildad es parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad”.

Juzgo a los demás desde la atalaya de mi orgullo porque no piensan ni actúan como yo. Me considero en posesión de la verdad, del mejor camino, y me falta humildad. Como si mi vida valiera la pena más que la vida de los otros.

La vanidad de aquel que quiere crear una tendencia propia, marcar un estilo único, definir una forma de vida excepcional. Todo es vanidad. Ese deseo que me lleva a querer ser reconocido por todos, ser seguido por muchos, tener un lugar en la historia por mi originalidad. ¡Qué fácilmente caigo en la vanidad!

Una persona rezaba: A veces quiero ser grande en el reino de los cielos. Vanidad. En realidad me bastaría con ser pequeño. Despojado de mis ropajes. Desnudo ante ti, Señor, ante los hombres. Perdona si me quedo en el deseo de ser grande. Veo mi inconsistencia, mi pecado. Déjame soñar con cosas grandes, sin dejar de querer ser el más pequeño. Quiero ser el que soy delante de ti. No pretendo grandezas que superen mi capacidad. Dame paz, Señor, sí, dame paz.

Me gustaría rezar así. Soñar con ser el más pequeño, con ser niño, con ser humilde. Ser pequeño en las manos de Dios. ¡Cuánto me cuesta a veces vencer esa tendencia mía que me lleva al orgullo!

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