Mamá Antula, una religiosa con fama de santidad extendida tanto en Sudamérica como en Europa
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Eran otros tiempos, pero aún en la época de los virreinatos en América, y más aún tras la expulsión de los jesuitas, imaginar cientos de personas pujando para ingresar de ejercicios espirituales, entre altos funcionarios de gobierno y los más humildes, sería un sueño imposible. Encima pensando en un formato de ejercicios de días gratuitos, durante los que a los ejercitantes no les faltaba nada. Pero Mamá Antula, en el siglo XVIII, lo hacía posible.
El sábado, más de 200 años después de su fallecimiento, Mamá Antula será elevada finalmente a los altares, en una beatificación que reconoce una fama de santidad sostenida en el tiempo por un de boca en boca inextinguible, y un legado absolutamente permeado en la cultura religiosa argentina.
Mamá Antula nació en 1730 en Santiago del Estero, por entonces tierras del Vicerreinato del Perú, como María Antonia de Paz y Figueroa. Descendiente de una ilustre familia, de joven se volcó a ayudar a los padres jesuitas tanto con los ejercicios de 10 días que promovían, como con las obras de caridad con los hombres. Vivía en comunidad con otras “beatas” como ellas, consagradas a Dios que no se volcaban a la vida conventual para ayudar a la obra de Dios desde otro lugar.
Tanto la querían los más humildes, incluso los pueblos aborígenes, que se le acuñó pronto el apodo de Antula, como se referían a ella los quechua de la zona, en vez de Antonia.
Tras la expulsión de los jesuitas, decidió insistir en la realización de los retiros. Consagrada por entero a esta misión, recorrió pueblos, incluso descalza, primero hacia el norte y luego hacia el sur, hasta llegar a Buenos Aires, donde tras varios avatares y absolutamente entregada a la Divina Providencia, fundó la Casa de Ejercicios Espirituales. Para ese entonces Buenos Aires ya era capital del recién nacido Virreinato del Río de la Plata.
Aún hoy esta casa se erige sobre la Avenida Independencia, independencia que ni siquiera había acontecido cuando ésta recibía a miles de ejercitantes. Su fachada colonial protege un predio antiguo pero luminoso, con patios internos que trasladan a otra época y espacio, en los que el ruido y la polución de las decenas de líneas de colectivos que a metros pasan parecen no tener cabida.
Por el visto de Mamá Antula, por encargo del obispo, debían pasar todos los seminaristas que aspiraran al sacerdocio. También en Montevideo (Uruguay), ciudad en la que estuvo la incansable Mamá Antula, se contaban por miles los anotados para los ejercicios, que hacían varones por un lado, y mujeres, con su servidumbre, por el otro.
Bajo su influencia sus seguidoras repetían su labor en todo el país. Mamá Antula narraba todo a sus amigos jesuitas en Europa, con los que mantenía un frecuente intercambio epistolar. Los destinatarios remitían a distintas casas, y traducían a distintos idiomas. Su fama de santidad se extendía tanto en Sudamérica como en Europa, y su fallecimiento en 1799 fue todo un acontecimiento para la época.
Se cuentan cientos de gracias atribuidas a la intercesión de Mamá Antula en torno a su Santiago del Estero natal, o su Buenos Aires adoptivo. Pero una de ellas trascendió el paso de los tiempos y fue la que la Santa Sede consideró inexplicable. Se trata de una curación milagrosa recibida por María Rosa Vanina, Hija del Divino Salvador, sociedad fundada por Mamá Antula para sostener su labor evangélica con mujeres que sentían la vocación de seguir un camino como el suyo. María Rosa sanó de una colecistitis aguda que le debiera haber costado la vida, sin necesidad de antibióticos, en 1900.
El caso había quedado debidamente documentado y tras ser abordado por los debidos organismos a principios de año, le tocó a un Papa nacido en un país que formalmente ni siquiera existía cuando Mamá Antula vivió, pero oriundo de la misma ciudad desde la que la laica consagrada a esta misión revolucionó el Río de la Plata.
De Mamá Antula y sus hijas, además, los porteños como el actual Pontífice heredaron una entrañable devoción a San Cayetano, a quien se encomendaba Mamá Antula.