Cosas “ridículas” que nos decían nuestros padres y ahora decimos a nuestros hijos
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Todos nosotros fuimos críos una vez y todos escuchamos a nuestros padres decir cosas que nos sacaban de quicio. Todos podemos recordar momentos en los que nos prometimos que, de mayores, nunca diríamos cosas tan ridículas a nuestros futuros hijos.
Pero luego crecimos.
Y ahora que me enfrento a las mismas situaciones que mis padres tengo que admitir que, a pesar de mis mejores intenciones, he usado las mismas frases irritantes con mis hijos. Lo que pasa es que, ahora, por supuesto, ellos son los sensatos.
He dicho muchas cosas a mis hijos que me gustaría poder retirar, pero hay cinco que destacan entre las más vergonzosas…
¡Si no paráis ahora mismo, paro el coche y os dejo aquí!
Hace poco, durante un viaje de 1500 kilómetros (ida y vuelta), solté esta frase clásica de las discusiones de coche: “¡Si no paráis ahora mismo, paro el coche y os dejo aquí en la cuneta!”.
Obviamente, mi intención no era la de parar la furgoneta, mucho menos la de abandonar a los niños allí en medio, y ellos lo saben bien. Pero es que estar encerrado ocho horas con tres niños en una furgoneta te puede poner muy de los nervios. Hay un límite de palomitas volando por los aires, un límite de vídeos guardados en el iPad, un límite de veces que puedes escuchar El twist de los alimentos de los Cantajuegos antes de empezar a proferir amenazas.
Me da igual si la misa os parece aburrida, ¡Jesús murió por vosotros y vais a ir!
Ya desde muy joven, yo era monaguillo y no falté a una misa hasta que entré en la universidad. Una vez retomé los buenos hábitos dominicales y descubrí las respuestas para mis preguntas, me prometí a mí mismo que ofrecería explicaciones adecuadas a las dudas de mis hijos en relación a todo lo que hacemos como católicos. Mis explicaciones serían claras, concisas y garantía segura de mantenerlos cerca de la fe.
Así que cuando los tres se negaron a ponerse los zapatos para coger el camino de la iglesia porque “¡La misa es un rollo!”, la oportunidad era estupenda para explicarles las hermosas verdades de la Eucaristía, cuidadosamente adaptadas a un nivel de parvulario. Perdí la oportunidad y toda la pedagogía que conseguí fue: “Me da igual si la misa os parece aburrida, ¡Jesús murió por vosotros, vais a ir y eso es lo que hay!”.
El tiempo dirá si esta táctica resulta efectiva. Tengo mis dudas.
No me invento las normas por gusto, ¡las normas están por vuestro bien!
De niño, estaba seguro de que mis padres se inventaban las normas por el puro placer de ejercer su autoridad sobre mí. Ahora, mi hijo de seis años cree lo mismo. El otro día me respondió a una petición sencilla diciendo: “¡Es que me tratáis como si fuera vuestro esclavo!”.
No lo hacemos. Es completamente razonable pedir a nuestros hijos que no chillen en la biblioteca porque hay personas intentando leer, o que no hay que poner pollos vivos encima de la mesa donde comen las personas. Sin embargo, como hacían mis padres, me descubro a mí mismo buscando atajos a los razonamientos.
Me parece que nuestros hijos no los tragan.
¡No puedes salir vestido así!
No puedo contar las veces que mi madre “no podía dejarme salir a la calle vestido de esa forma” debido a mi gusto por la moda de los 90. De adolescente, hice la promesa de permitir que mis hijos se expresaran libremente con la elección de su atuendo y de no ponerles límites al hacerlo.
Claro que sí. Como padre, sugiero a mis hijos constantemente que vuelvan al cuarto a intentar vestirse de nuevo con más éxito. Si lo que intentáis es combinar las sandalias de Rayo McQueen con los calcetines del fútbol o vestir el disfraz al completo de Spiderman, máscara incluida, tened claro que no pisáis la calle vestidos así.
¡Termínate la comida del plato! ¡Por ahí hay niños pobres a los que les encantaría comerse esas espinacas!
Lo recuerdo como si fuera ayer: mi plato completamente vacío excepto por una montañita de guisantes, mi enemigo mortal. Mis padres ya habían recogido la mesa y se habían retirado a la sala de estar para ver Farmacia de guardia, tras informarme de que sólo podría abandonar la mesa una vez hubiera terminado mis verduras.
Tardé una hora. El trauma que me ocasionó es evidente, puesto que todavía recuerdo el hecho con claridad después de tantas décadas ─y le tengo una inexplicable manía a las farmacias─. En mi furia infantil, juré y perjuré que mis hijos podrían elegir la comida que prefirieran y que podrían pasar, con educación, de las comidas que no quisieran.
Y aquí me veis, tratando de criar a unos niños que se niegan a comer pasta porque lleva salsa, o que no se quieren comer el sándwich porque la mantequilla está tocando el jamón york. Yo les ofrezco dos creativas opciones para sus paladares exquisitos: o lo tomas o lo dejas.
Y sí, también les recuerdo que hay millones de niños menos afortunados que ellos que dispondrían bien de ese sándwich. Y con cortezas y todo, incluso.
Es cierto, no vivo conforme a los ideales que mi yo de 10 años desarrolló en respuesta al trauma de la tiranía parental. Pero no me arrepiento de nada. Llegará el día en que mis hijos criarán a mis nietos, bramando: “¡Porque lo digo yo, por eso!”.
Y a mí me dará todo igual. Yo seré el abuelo que les pondrá el bocadillo como se les antoje y el que les enseñará a deslizar discretamente los guisantes al perro.