Lo único que exclamé en ese momento fue: “¡No lo haga!” A lo que ella contestó “¿Qué sentido tiene la vida?”
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Después de desayunar con mis amigos de preparatorio, me despedí de ellos, y como todos los días, bajé por avenida Constituyentes para abordar el metro; fue en la esquina de la calle Rincón Gallardo donde miré a una mujer llorando sentada en la banqueta. Era mi último año de preparatoria y el interés por la vida hizo acercarme a ella para preguntarle la razón de sus lágrimas. Su respuesta fue: “Estoy bien, no tengo nada”. Se levantó, caminó unos pasos delante de mí y juntos subimos el puente.
Quedé impactado cuando aquella mujer quiso aventarse del puente, miré hacia atrás para ver si alguien más se encontraba ahí, pero estábamos solos. Lo único que exclamé en ese momento fue: “¡No lo haga!” A lo que ella contestó “¿Qué sentido tiene la vida?”
En mi mente, a mis 18 años, lo único que pensé fue en correr, tomarla de la mano y decirle: “Hay alguien que la está esperando”. La señora me volteó a ver, y con su mirada llorosa, me dijo: “¡Déjeme joven!” Pensé en hacerlo, pero le dije: “¡No!, hay alguien en su casa que la espera, piense en sus hijos, su esposo, sus nietos”.
La señora, temblorosa, y yo con un miedo palpitante, bajamos del puente y nos dirigimos hacia Parque Lira. Mi intención era tranquilizarla y evitar que se quitara la vida. Fui a la delegación Miguel Hidalgo, pero nadie quiso ayudarme, me dijeron que no tenían tiempo, que ahí la dejara y que la señora se tranquilizaría. Decidido y con un frío que me recorría todo el cuerpo, le pregunté hacia dónde se dirigía, ella me contestó: “Voy a la escuela, a recoger a mi nieta”. Me ofrecí a acompañarla; en el camino me contó sus problemas; la escuché atentamente, me despedí y la invité a poner sus problemas en manos de Dios.
Todos los jueves, como de costumbre, iba con mis amigos a desayunar. Después de tres meses, una señora se acercó a saludarme; no la reconocí y le pregunté quién era: “Soy la señora del puente”. No la reconocí de inmediato, pues estaba muy cambiada, platicamos un rato y me dijo: “Tenía mucha razón cuando me dijo que Dios sí me escuchaba”.
Sus problemas no habían acabado, pero sí disminuyeron. Me preguntó qué estudiaba, le respondí que el último año de preparatorio, encaminado a estudiar Medicina. Ella me preguntó: “¿No le gustaría estudiar psicología o ser Cura?” De momento eso me causó mucha gracia, y le respondí: “Pues si no puedo con mis problemas, menos con los de los demás”. Ella contestó muy seria: “Debería de pensarlo”.
Aquel acontecimiento fue el detonante de mi vocación y originó mi interés por entrar al Seminario. Yo soy Jesús García, tengo 21 años, y actualmente me encuentro cursando el segundo año de Filosofía, y pido a Dios por aquella señora, de la que no sé ni su nombre ni ningún dato más, que donde quiera que se encuentre, la guíe, la cuide y la proteja, porque su testimonio fue lo que realmente me hizo escuchar la voz de Dios.
Artículo originalmente publicado por SIAME