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La puerta de la felicidad

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Juan José Omella - publicado el 08/10/16
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No nos quedemos esperando

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Una de las preguntas fundamentales que todo ser humano se plantea es qué es la felicidad y cómo conseguirla.

El Evangelio nos narra el episodio de un joven rico que se acercó a Jesús y le preguntó qué tenía que hacer para conseguir la vida eterna, es decir la felicidad plena y para siempre. Conocemos la respuesta que le dio el Señor, pero me gustaría que leyésemos esta parábola antes de comentar la respuesta de Jesús a ese joven:

A la puerta de la felicidad llega un hombre en la plenitud de la vida. Su paso es firme y decidido. Una fuerza invisible parece atraerlo hacia allí. Golpea la puerta, fuerte y esperanzado. Sale el guardián, quien, mirándolo fijo y extrañado, le pregunta:

-¿Qué desea?

-¿No es esta la puerta de la felicidad? -pregunta el buen hombre.

-Sí, esta es la puerta. Pero esta no es tu hora.

Nuestro hombre se queda un poco perplejo, desconcertado y sin capacidad de reacción. Tras unos segundos de vacilación, se sienta en el suelo y queda como pensativo, ensimismado. Así pasa un largo rato…

Después empieza a mirar a su alrededor, con curiosidad: la puerta, las ventanas, el edificio…, como si buscara una manera de entrar y de burlar al guardián. Ninguna solución parece convencerle.

Nervioso, lucha entre el deseo, la duda, la indecisión, hasta que por fin se decide a llamar nuevamente.

-Me dijo usted que esta era, efectivamente, la puerta de la felicidad pero que no era mi hora. ¿Cuál es pues mi hora? ¿Qué tengo que hacer?

-Mi papel es sólo éste; no puedo decirle más.

Como le parece un muro infranqueable intenta abordarlo de otra manera. Entabla conversación con él, habla de mil cosas, intenta caerle simpático, observa mucho, estudia sus reacciones y puntos flacos… pero nada. No se sale con la suya.

Cansado, y sin conseguir nada, se echa en el suelo a pensar, a jugar solo, a cantar, a dormir, ¡quién sabe si alguna vez, por casualidad, despiste o aprovechando la llegada de otro…!

Aquello es aburrido, insoportable, pero ¡qué hacer, cómo irse, si aquella es la puerta de la felicidad, su felicidad! Pasan meses y años sin más preocupaciones que las de organizar su soledad para que la espera sea lo más agradable posible. Todo valdrá la pena para cuando llegue la felicidad.

Muy enfermo y envejecido se ve desfallecer. Quizá su estado inspire compasión al guardián y lo deje entrar. Por eso, juntando las últimas fuerzas, se acerca y llama de nuevo, preguntando con su voz ya mortecina:

-¿Cómo es que, siendo esta la puerta de la felicidad, no ha venido nadie, cuando en el mundo la gente se mata para conseguirla?

-Es que cada uno tiene su puerta.

-¿Entonces, es seguro que ésta es la mía?

-Sí. Esta era su puerta, ahora la cierro definitivamente -dijo con fuerza el guardián.

Y ahora volvamos a la narración evangélica. Jesús le dice al joven: cumple los mandamientos, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, es decir comparte, y sígueme.

Solo conseguiremos ser felices si salimos de nuestro egoísmo, si intentamos hacer felices a los demás, si somos solidarios con ellos y si Cristo, el Hijo de Dios, forma parte de nuestra vida, es decir, si le seguimos y le amamos de verdad.

Amigos: no nos quedemos parados esperando que la felicidad llegue a nosotros. No olvidemos que hay más gozo en dar que en recibir.

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