Uno puede, y debe, cuidar cómo decir la verdad a alguien para no herirle, y también puede elegir callar, pero mentir no
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En los juicios que aparecen en la televisión, se le suele pedir al que va a dar testimonio que diga “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. Suena redundante, pero no lo es. Cada uno de estos conceptos tiene sentido. Consideremos por qué.
La verdad
Hoy en día se usa decir: “tú tienes tu verdad y yo tengo la mía”, pero es imposible que puedan ser ciertas dos afirmaciones distintas e incluso opuestas, una tiene que ser falsa.
En un mundo en el que impera el relativismo, en el que se presenta lo bueno como malo y viceversa, resulta no opresor, sino liberador, más aún, indispensable, seguir a Jesús, que dijo de Sí mismo: “Yo soy…la Verdad” (Jn 14, 6), y cuya enseñanza es sólida, confiable, no cambia para adecuarse a las modas o presiones del momento.
Muchos hermanos que se han convertido al catolicismo comentan que tenían una idea distorsionada acerca de la Iglesia católica. Les habían enseñado mentiras y se las habían tragado sin cuestionarlas.
Decía el obispo Fulton Sheen que muchas personas odian a la Iglesia no por lo que es, sino por lo que equivocadamente creen que es.
Aceptamos con demasiada ligereza como verdadero lo que es falso, sólo porque salió en el periódico, la tele o el internet. Si tuviéramos sed de verdad, no nos dejaríamos engañar tan fácilmente.
También pensamos que existen las “mentiras piadosas” pero mentir nunca es piadoso. Jesús dijo “digan sí cuando es sí y no cuando es no, lo demás es del maligno” (Mt 5, 37).
Uno puede, y debe, cuidar cómo decir la verdad a alguien para no herirle. Y también puede elegir callar. Pero mentir no debería ser nunca una alternativa aceptable.
Toda la verdad
San Francisco de Sales lamentaba que se “glorifique la mentira”. ¿A qué se refería? A mentir diciendo la verdad. Un ejemplo: Una maestra pregunta a un alumno: “¿puedes venir a echarnos una mano con la limpieza de la escuela el sábado?”. Éste responde: “Voy a salir fuera con mis papás”. Es verdad que va a salir con ellos, pero no el sábado, sino el domingo.
Tranquiliza su conciencia pensando: “es cierto que saldré con ellos, no mentí”. Pero sabe que lo que dijo se prestó para que se entendiera que saldrían el sábado. Sabe muy bien que su maestra malinterpretó lo que dijo, y no se lo aclaró. Así que aunque dijo la verdad, en realidad mintió. Eso es “glorificar la mentira”: manipular la verdad para mentir.
Quien lo hace cree tener justificación porque en estricto sentido la frase que pronunció no era en sí mentira. Pero para Dios no sólo cuenta la forma, cuenta el fondo, no sólo lo que se dice, sino con qué intención.
Y nada más que la verdad
El mundo suele embaucarnos presentándonos verdades mezcladas con medias verdades o incluso con grandes mentiras, con el objeto de dar la impresión de que todo es verdad.
Por ejemplo, cierta novela anticatólica que estuvo muy de moda hace poco tiempo, mencionaba la existencia de unos archivos vaticanos que sí existen, pero aseguraba que contenían documentos que en realidad no existen.
Decía un poquito de verdad para aparentar que todo era verdad, y hacer que la gente se tragara una sarta de mentiras.
Otro ejemplo: muchos citan fuera de contexto frases del papa Francisco, para dar la impresión de que apoya ciertas causas, incluso circulan parte de un discurso suyo y le añaden algo que no dijo. Así, la gente, al reconocer frases que le oyó, se traga el resto sin dudar. Hay que ser cautelosos, confirmarlo todo con fuentes confiables.
Queda claro que no sólo en las películas o en las cortes, sino en nuestra cotidianeidad tenemos que pedir y que decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Por Alejandra María Sosa Elízaga
Artículo originalmente publicado por SIAME