No se trata precisamente de hacerlo “a capa y espada”, sino de un modo más sutil y, a la vez, más radical
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Antes de la invención de la imprenta, tener un libro no era un asunto sencillo. De hecho, hacer un libro –uno solo- podía tomar años, y era un asunto reservado a monjes letrados, que se sentaban a copiar textos en los scriptoria de los monasterios, paciente y meticulosamente, en largas jornadas laborales. Una vez concluido, el libro solía encadenarse a la biblioteca, para evitar que alguna mano amiga de lo ajeno lo sacase de allí. Pero no sólo las cadenas protegían a los libros: generalmente, en la entrada de las bibliotecas, se escribían mensajes que seguramente podían hacer que un potencial ladrón desistiese de hacerse con alguno de los libros allí reservados. Por ejemplo:
Aquel que robare, tomare y no retornare este libro a su dueño, que su brazo se transforme en una serpiente que lo muerda y rasgue. Que de él se apodere la parálisis y sus miembros queden malditos. Que desfallezca en dolor llorando por piedad, y que no haya descanso para su agonía hasta que él mismo cante en su disolución. Que los gusanos de los libros roan sus entrañas sin morir jamás, y cuando por fin se vaya a su castigo final, que las llamas del infierno lo consuman para siempre.
Esta y otras “maldiciones” clásicas de bibliotecarios han sido recogidas por el historiador Marc Drogin en su más reciente libro titulado Anatema: Escribas medievales y la historia de los libros malditos, en el que incluye una abundante colección de estas –llamémosles así- “advertencias”. En castellano, quizá la más famosa de todas sea esta, que se encuentra en la biblioteca de Salamanca: