Recibir cariño, palabras y lealtades auténticas es mucho más eficaz que las normas y los castigos
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Ya es de noche, descansas en tu cama, tu madre te arropa y se sienta junto a ti. Entonces te cuenta aquel cuento especial, sin prisa, con toda su atención, haciendo distintas voces y gestos, preguntándote. Apenas percibes su beso de buenas noches antes de caer en un profundo sueño. Es un momento mágico que quizás recuerdes y que seguramente ha despertado en ti capacidades como la admiración, sentimientos como la ternura, valores como la solidaridad y la valentía,…
Las experiencias que vivimos nos marcan, para bien o para mal. Crecer bajo el amparo y el amor de un padre y de una madre que nos amaban y cuidaban con cariño nos proporciona para siempre un sentimiento de seguridad o de cobijamiento existencial. En cambio tener una familia conflictiva o desestructurada deja en nuestra vida afectiva un sentimiento de inseguridad y temor instintivo.
“Sentimientos de desamparo, de temor y de angustia, complejos de inferioridad, agresividad,… a menudo se explican por aquellas situaciones humanamente difíciles por las cuales nos ha tocado pasar”, escribe Rafael Fernández en el libro Nuestra vida afectiva.
Las vivencias tocan los instintos más profundos y penetrando en la inteligencia, la voluntad y los sentimientos son los pilares de la educación, pasando a un segundo plano las normas, los hábitos, las virtudes y los castigos.
Todos necesitamos para llegar a nuestra plenitud vivencias que despierten y orienten una afectividad sana y sentimientos positivos desde nuestro subconsciente.
¿Qué tal entonces si al educar, además de seleccionar a conciencia los libros y métodos que usaremos, favorecemos también experiencias que ayuden a interiorizar un conocimiento y a despertar unos determinados afectos y actitudes?
Por ejemplo, si quiero transmitir a mis hijos la importancia del matrimonio para toda la vida y la familia, cualquier esfuerzo es poco para ofrecerles un hogar agradable. O si quiero que aprendan a hablar con Dios, deberé ingeniármelas para ofrecerles momentos de oración en familia que abran canales de comunicación con el mundo espiritual.
En cualquier educación -incluso en la autoeducación, la de uno mismo-, haremos mucho bien regalando vivencias positivas que contrarresten y sanen lo que las negativas han dañado en la persona.
Fernández distingue tres vivencias fundamentales en la vida:
- El acogimiento y la pertenencia: La vivencia de “pertenecer” es un instinto esencial. No es posible vivir sin ser acogido, sin pertenecerle a alguien. Frente al desarraigo, es una necesidad en todas las etapas de la vida. Sentirse amado, elegido, esperado, da paz. Nadie es una casualidad o un error de cálculo, nadie sobra en el mundo: hay que experimentarlo para ser feliz.
- La gratuidad: Entre tanto materialismo, no siempre resulta tan fácil sentir que lo más importante en la vida es gratis: el amor. En las relaciones, especialmente en el matrimonio, regalar es vital para la convivencia.
- La seguridad: Los sentimientos de seguridad se mezclan con los de inseguridad durante toda la vida. En esta tierra no existe la seguridad absoluta. Pero las dos vivencias anteriores permiten sentirse seguro.
En casa, en familia, es donde se suman todas nuestras emociones y sentimientos, que se transmiten día a día, casi sin percibirlo. La afectividad se transmite con el testimonio de amor de los padres, por eso son tan importantes las expresiones físicas, el tiempo dedicado al juego y las conversaciones con los hijos.
Una vida afectiva sana no se fabrica, sino que es producto de vivencias de amor en las que se recibió cariño verdadero, palabras y lealtades auténticas. En muchos ámbitos, y sobre todo en el hogar, hay muchas oportunidades para vivir y ofrecer experiencias enriquecedoras. ¡Propícialas!