A veces no sé ni lo que está sintiendo el que comparte mi caminoLa empatía es esa habilidad de ponerse en el lugar del otro para entender sus necesidades, sus sentimientos y sus problemas. Es una virtud que escasea un poco. Se trata de escuchar y captar las emociones en una relación cercana y comprensiva. Me permite comprender las emociones y los actos aunque no esté de acuerdo necesariamente con ellos.
El otro día vi una película, El zapatero. En ella se cuenta la historia de un zapatero que poseía una máquina de arreglar zapatos que tenía poderes mágicos. Cuando el zapatero se ponía los zapatos arreglados con esa máquina se convertía físicamente en el dueño de los mismos. Se ponía, como vulgarmente decimos, en sus zapatos.
Ese poder era una verdadera responsabilidad. Es la caricatura de la empatía. Me pongo en los zapatos del otro, me acabo pareciendo al otro, soy el otro. ¡Qué importante es esta actitud para ser misericordioso con los hombres!
Necesito aprender a ponerme en los zapatos del que se acerca a mí buscando cariño, un consejo, una ayuda. No es tan sencillo ponerse en su piel, entender lo que siente, aceptar lo que él ve. Mi tentación es la de juzgar sus actitudes desde mi postura, desde mis zapatos, desde mi estructura.
Mi mirada es estrecha y puede ser algo rígida. Por eso necesito crecer en empatía. Ponerme en el lugar del que sufre. Mirar por sus ojos.
Decía el papa Francisco en Amoris Laetitia: “Hay que despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho daño”. Tengo que educarme para captar el sufrimiento de los que están cerca y comprender su dolor.
Captar cuando yo les hago daño. Sentir lo que el otro siente. Y acercarme a sanar su alma con mi voz aunque yo no le haya herido. Y más aún cuando yo haya sido la causa de su dolor. Con mis palabras, con mis gestos, con mi mirada o con mis omisiones.
Ponerme en sus zapatos y mirar con sus ojos. Es lo que hizo Jesús cuando tomó mi carne. Pasó poniéndose en el lugar de los que sufrían. Comprendiendo sus miedos. Abrazando sus angustias. Sosteniéndolos en sus heridas. Jesús se puso siempre en camino hacia el corazón del otro. Lo hizo sin pausa, sin demora.
El otro día escuchaba en el Evangelio a Jesús: “Voy Yo a curarlo”. Se acerca un centurión que tiene a su criado enfermo y Jesús de forma inmediata se ofrece para ir a curarlo. Me impresiona siempre la actitud de Jesús que ve el dolor en el corazón del que se acerca y no duda, se pone en su piel y actúa.
Se pone en camino. Responde con prontitud. No tiene esquemas rígidos, no se protege ni se guarda del dolor de los hombres. Se involucra. Sufre con el que sufre.
Yo a veces en la vida no respondo así. Pongo excusas, digo que ya iré, que ya lo haré, que ya curaré. Me protejo del sufrimiento de los otros. Para no sufrir yo. Y espero a que otro se me adelante y se acerque al que sufre.
No me pongo en camino ahora mismo. No lo hago de forma inmediata. Me acomodo en mi concha, en mi esqueleto, en mi estructura, en mis planes. No hago, no actúo. En el fondo de mi alma deseo que alguien se adelante a mí y actúe liberándome a mí de toda responsabilidad.
Me pasa con frecuencia. No digo que voy. Espero. Me escondo. Como si no escuchara. Busco excusas y justifico mi pereza. No quiero ponerme en los zapatos del que sufre. Prefiero pasar de puntillas por su vida. Sin tocarlo mucho. Para que no se me pegue al alma su dolor. No quiero cargar con esa responsabilidad.
Pero Jesús quiere que me ponga en la piel del que sufre, del que está solo, del que no tiene nada. El Adviento me saca de mi estructura, de mis límites y me pone en camino hacia el que está junto a mí. ¿Qué está viviendo? ¿Qué le preocupa al que camina a mi lado?
No tengo que ir muy lejos. A veces no sé ni lo que está sintiendo el que comparte mi camino. No me pongo en sus zapatos. No me abajo para estar a su lado. Me encierro en mi concha. Me protejo de su dolor. No voy a su encuentro.
La empatía es un don sagrado. Es la actitud de la misericordia. Es el Dios que se abaja para caminar en mi alma.