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¿Hay que elegir entre la fe o la razón?

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Miguel Pastorino - publicado el 22/12/16
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¿Creer es irracional? ¿Tener fe es renunciar a pensar? ¿Un creyente no puede tener dudas?

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Para muchos la fe es una expresión de inmadurez e incapacidad intelectual, un mero sentimiento infantil o una evasión de la realidad. Se la considera incompatible con el pensamiento científico, ya que sería el resultado de posturas ingenuas y dogmáticas o de ilusiones irracionales.

Muchos ingenuamente dicen “yo no puedo tener fe, porque tengo una mentalidad muy científica”, como si una excluyera a la otra. Otros con simpatía identifican la fe con meras “vivencias espirituales”, como “un sentimiento positivo” que ayuda a las personas a vivir mejor, como una realidad que pertenece al mundo de la mera opinión, donde no es posible tener certeza alguna, ni pretensiones de racionalidad.

Esto también tiene que ver con el ambiguo uso de la palabra “creer”, porque no es lo mismo decir “creo que va a llover”, que afirmar “creo en Jesucristo”. No nos referimos al creer como mera opinión, sino como el acto por el cual confío plenamente aquel a quien digo creerle y esto implica necesariamente un contenido. No es solo creer sin más, sino creer algo a alguien. Tener fe es siempre confianza en alguien que me revela algo.

La fe es una dimensión constitutiva del ser humano que hace posible la vida y el progreso, que lejos de infantilizar y alienar, nos humaniza, exige pensar, reflexionar y estimula al pensamiento a preguntarse más allá de uno mismo. La confianza original del ser humano en la vida misma nos permite dar pasos.

Todo el tiempo vivimos de fe, no sospechando que todo es una ilusión o que nos engañan permanentemente. Creemos a muchos autores que hemos leído y no hemos salido a comprobar cada una de sus afirmaciones, porque son creíbles para nosotros. Creemos al médico y al farmacéutico, al historiador y al antropólogo, y a todo el que nos parezca digno de confianza. La fe como confianza básica hace posible la comunicación, las relaciones humanas y el aprendizaje. La única forma de relacionarse con alguien es mediante la confianza que se abre al otro sin dominarlo.

Afirmar que la fe favorece el progreso científico, que estimula el pensamiento, parecería para muchos una ilusión que no se corresponde con la realidad. Pero no se puede negar que las ciencias progresan porque los investigadores no parten de cero, sino que aceptan (creen) las conclusiones a las que otros han llegado y tienen fe en sus teorías e hipótesis que les impulsan a buscar su demostración. No es una casualidad que la ciencia se haya desarrollado dentro de la cultura judeocristiana.

La fe es el movimiento más básico y espontáneo que nos permite situarnos en el mundo e interpretarlo racionalmente y con coherencia. Al nacer entramos en un mundo del cual recibimos una cultura que nos condiciona, y es a través de sus presupuestos -en los que tenemos fe- que avanzamos en la percepción de la realidad.

Ratzinger la describe como “una decisión por la que afirmamos, que en lo más íntimo de la existencia humana, hay un punto que no puede ser sustentado ni sostenido por lo visible y comprensible; sino que linda de tal modo con lo que no se ve, que esto le afecta y se le presenta como algo necesario para su existencia. (…) La fe siempre ha sido una decisión que afecta a la profundidad de la propia existencia, un cambio continuo del ser humano al que solo se puede llegar por medio de una firme resolución“.

Tener fe no es renunciar a pensar

La célebre proposición de san Anselmo de Canterbury fides quaerens intellectum (La fe busca entender), nos recuerda que la fe hace posible el pensamiento y por ello no puede ir en su contra. Todo conocimiento exige confianza y aceptación previa de presupuestos desde donde situarse, sin por ello dejar de analizarlos para poder asumirlos con aceptación confiada. La fe no consiste en aceptar cualquier cosa, sino aquello que resulta creíble. Y quien juzga la credibilidad es el ser humano, a través del uso de la razón.

Hacer propio lo que me viene de fuera integrándolo en mi propio pensamiento, de manera que me sea connatural, que no sea aceptado por simple imposición externa, requiere el análisis racional. Que la fe sea puesta a prueba por el pensamiento, la credibilidad, forma parte de toda fe auténtica, también de la fe religiosa.

Por otra parte, no se puede confiar en cualquier persona ni aceptar cualquier cosa, sino aquello que resulta creíble, digno de confianza. Creer no está exento de errores, de desviaciones y vacíos. Es necesario para cualquier fe, la realización de una opción crítica, un juicio previo sobre el testigo a quien creo y a la fuente de la creencia. También se vuelve necesario en la fe, la conciencia de los propios límites y de la subjetividad.

La fe busca llegar a lo real, busca conocer la verdad. Por eso la credulidad y el fideísmo son enemigos de la fe. La credulidad es eliminar la posibilidad del juicio crítico sobre aquello a lo que adhiero, es fruto del miedo a examinar lo que creo por si no llegara a ser cierto. La credulidad es lo que se ha llamado una “fe ciega”. La fe busca conocer la verdad, no replegarse en el cómodo relativismo de que todas las creencias son opiniones sin importancia real.

La fe navega así en la tensión entre dos polos opuestos. Por un lado, ante la credulidad y el fideísmo, que desembocan en fanatismos y fundamentalismos irracionales de toda clase, en supersticiones, posturas mágicas e ilusiones fantasiosas, es preciso confrontarse con la razón. Por otra parte, ante una visión estrecha del conocimiento, que lo reduce todo a la comprobación científica, que aplana el horizonte del conocimiento a lo ya dado y verificado, hay que confrontarla con una perspectiva racional más abierta y crítica, que tenga en cuenta todas las dimensiones de la condición humana. Necesariamente la fe que quiera ser auténtica exige que no se renuncie a la razón.

Creer no significa entregarse ciegamente a lo irracional, ni es una especie de resignación de la razón frente a los límites del conocimiento, ni una evasión de la realidad. Es siempre una opción racional y libre, sumamente positiva que no va en contra de la razón, sino que la impulsa a mirar más alto. Si bien lo que creemos no es fabricado por nuestros pensamientos, sino que lo aceptamos desde fuera, lo recibido se acepta pensando y reflexionando, porque “la esencia de la fe consiste en repensar lo que se ha oído” (Ratzinger).

La fe no es ciega, ni un sentimiento

Escribe el Cardenal Ratzinger en 1973: “La fe no es un acto ciego, una confianza sin contenido, una vinculación a una doctrina esotérica o algo parecido. Todo lo contrario: quiere ser un abrir los ojos, un abrir al hombre a la verdad. (…) La fe es algo más que una confianza elemental: es promesa de un contenido que me permite confiar. El contenido forma parte estructural de la fe cristiana. Y esto, a su vez, se desprende del hecho de que aquel a quien creemos no es un hombre cualquiera, sino que es el Logos, la palabra de Dios, en la que está encerrado el sentido del mundo: su verdad”. Creer no es opinar encerrado en la subjetividad, sino apoyarse en aquél a quien le creemos.

El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que: “La fe trata de comprender; es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor…” (158)

“A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí mismo, ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero. Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de la fe tienen su origen en el mismo Dios”. (159).

La fe es un acto personal y libre: “El hombre al creer debe responder voluntariamente a Dios, nadie está obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza”. (160).

La fe y la duda en creyentes e incrédulos

En su libro “Introducción al Cristianismo” (1968), Joseph Ratzinger escribe que la fe no es lo opuesto a la duda, sino la confianza en medio de la incertidumbre. La fe no exonera al creyente de los mismos dramas que vive el incrédulo. En la entraña misma del acto de fe encontramos la constante amenaza de la incredulidad. El creyente siempre está amenazado por la caída en la nada, no vive sin problemas. Del mismo modo el incrédulo tampoco tiene la certeza de que su seguridad racionalista le salve y que no haya nada más allá de su seguridad “científica”. Nadie puede sustraerse al dilema de elegir libremente si creer o no creer. Y ninguno de los dos -creyente o incrédulo-, lo tiene más fácil. Siempre será una decisión: creer o no creer.

El creyente siempre será asaltado por la duda de “quizás no sea cierto”, como el incrédulo nunca podrá escapar de la pregunta: ¿y si es verdad? Y lo cierto es que la existencia de Dios no es un tema de discusión teórica. Si es verdad que existe Dios, no se puede vivir de la misma manera.

“Tanto el creyente como el no creyente participan, cada uno a su modo, en la duda y en la fe, siempre y cuando no se oculten a sí mismos la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe”. (p. 44).

La duda es para Ratzinger lo que impide que cada uno se cierre en lo suyo y pueda convertirse en posibilidad para la comunicación y el diálogo. Por esto, a su vez, la fe es un salto, una ruptura arriesgada, porque siempre implica la osadía de ver en lo que no se ve. La fe es siempre una decisión que afecta a la profundidad de la existencia, un cambio continuo al que se llega mediante una decisión firme y resuelta.

La fe es la forma con la que el ser humano se comporta frente a las cuestiones que atañen al conjunto de su vida y de toda la realidad. Y el racionalismo puede rechazarlas desde el punto de vista teórico, pero en la práctica nadie puede escapar de estas cuestiones y tendrá que tomar siempre una decisión al respecto.

La fe no es el resultado de una ciencia particular con pruebas irrefutables, sino que es un sí que se pronuncia desde la razón, la libertad y el coraje. No es un obstáculo al pensamiento, sino un estímulo para seguir pensando.

Bibliografía:

Ratzinger, Joseph. (2000). Introducción al cristianismo. Salamanca: Sígueme.

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