Podemos actuar ante la cámara y grabarlo, o podemos vivirlo, pero realmente no podemos hacer las dos cosas
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En una publicación de For Her, Dena Dyer reflexiona sobre el caso de unas hermanas gemelas idénticas, adoptadas por padres diferentes y que se reunieron por primera vez en un programa de televisión estadounidense, y Dyer se atreve a plantear la pregunta “¿De verdad deberíamos estar viendo esto?”.
Aplaudo la decisión de los padres de querer compartir con el resto del mundo una reunión tan emotiva y feliz (…). Pero una parte de mí pensó, ¿por qué debería yo ser testigo de este momento tan íntimo? (…)
¿Por qué creemos que tenemos que compartirlo todo con desconocidos? Llámenme cascarrabias, pero creo que hay ciertas cosas que deberían quedarse en privado. Las pedidas de mano, por ejemplo; los castings, por ejemplo. (Sé que probablemente estoy en minoría con esta última, pero es que no puedo entenderlo: ¿quién quiere de verdad hacer una audición delante de millones de personas? El rechazo es suficientemente duro sin tener que compartirlo con el resto del mundo).
Nuestra tendencia a compartir en exceso se ha visto acrecentada por la popularidad de los botones de “grabar” en nuestras aplicaciones móviles, por el auge de la telerrealidad y de programas que dan grandes premios económicos a vídeos divertidos. Hoy en día vemos un número sin precedentes de acontecimientos de la vida ordinaria que se desarrollan en tiempo real, justo delante de nuestros ojos. Combine eso con nuestra tendencia tan humana de dar prioridad a la fama por encima de la sustancia, a la riqueza por encima de la simplicidad, y así es como se mercantilizan los momentos del día a día.
¡Muy cierto, sin duda! Nos canibalizamos mutuamente en pos del entretenimiento, nos alimentamos de las alegrías y las penas de los demás, de sus victorias y sus decepciones, como voyeurs pasivos que han descubierto un modo seguro de experimentar emociones sin necesidad de enredos personales. Nosotros nos llevamos el subidón de emoción, ellos se llevan los 15 minutos de fama que predijo Andy Warhol, y luego buscamos el próximo vídeo con insaciable apetito.
Coincido con la señorita Dyer. Estoy cansada (y desconfío) de esos momentos privados e intensos que se demoran, se sostienen y se coreografían para poder desplegarlos de la mejor forma ante las cámaras y “capturarlo todo”. Por este motivo dejé de grabar a mis hijos.
Todo empezó el día que fui a llevar a mi hijo mayor al autobús del colegio por primera vez. No se me ocurrió que podía llevarme la videocámara, así que, al no tener una, pude observar lo que experimentaban los otros niños. Nerviosos e inquietos por el colegio, no recibían abrazos tranquilizadores de sus mamás. Mamá decía “ponte ahí, junto a la valla, y que Mark salga también: a ver, chicos, ¿adónde vais hoy?”. Y los niños, nerviosos pero obedientes, respondieron sumisamente “al colegio…”.
“¿A qué curso vais, al instituto?”.
“No, vamos a parvulitos…”.
Lo sé, la imagen es mona, y no quiero sonar gruñona, pero aquel día me di cuenta de que todo un rito de transición había quedado relegado… por una cámara. Cuando llegó el autobús, la cámara se centró en él. Luego se abrió la puerta y los padres grabaron a la conductora diciendo buenos días y presentándose con su nombre.
Luego, uno a uno, todos los niños entraron en el autobús siguiendo las directivas de la escena. Posaban cerca del primer escalón, se giraban, sonreían, saludaban con la mano y desaparecían dentro del vehículo. Únicamente mi hijo pudo sostener la mano de su madre mientras se adentraba en esta nueva experiencia, se llevó su abrazo apresurado y una vigorosa despedida con la mano mientras se marchaba el autobús. Todos los demás estaban muy ocupados grabando al autobús hasta que daba la vuelta a la esquina.
Me marché de allí pensando “o lo grabas o lo vives, pero no puedes hacer las dos cosas”.
Hay determinados momentos que han de ser experimentados por completo, ya sea la primera vez que tu hijo se sube en el bus escolar o algo parecido a la reunión de hermanas. Hablamos de “vivir el momento presente” y de educar a nuestros hijos a ser conscientes, atentos y a estar presentes, pero luego introducimos una cámara indiscreta y despertamos la percepción de que hay un público, lo cual puede desencadenar vergüenza y demasiada consciencia de uno mismo e imposibilita así una experiencia plenamente espontánea y natural.
Hay esposas que te dirán que cuando miran sus fotografías nupciales no guardan recuerdos concretos de a lo que miraban, porque estaban tan distraídas con que la foto saliera bien que no pudieron experimentar realmente el momento. Los padres te dirán que no recuerdan haber visto el desfile Disney que estaban grabando porque, en realidad, no lo estaban mirando.
Si los adultos no pueden apuntar al objetivo y experimentar plenamente un momento vívido, tampoco podemos esperar que lo hagan los niños. Esta es una de las razones profundamente verdaderas por las que algunas parroquias tratan de disuadir a los presentes en una Primera Comunión de tomar fotos o vídeos de los niños en su primera Eucaristía. Durante su primer encuentro físico con Jesús nadie debería estar distraído pensando en cómo va a salir el encuadre.
Las cámaras son omnipresentes y generaciones enteras han crecido jugando con ellas y luego compartiendo su “producto”. Desearía que no fuera así, pero tal vez es que soy rara y ya está. Preferiría ver una fotografía de esas dos hermanas y leer su historia después de que se reencontraran y tuvieran tiempo para procesarlo todo, en vez de sentir que me estoy entrometiendo (y tal vez depreciando) momentos decisivos en la vida de unas personas.
Me pregunto si en tiempos de Jesús todos hubieran estado liados grabándole, ¿habrían absorbido siquiera una palabra de lo que decía o subirían a montones los selfies a Twitter y los vídeos de un minuto a YouTube, y así ofrecerían a Jesús a las masas de esa forma fragmentada y olvidadiza?