Cuando oigo a madres comparar a los niños, me hierve la sangre. Pero me di cuenta que hacía lo mismo también
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Imagina a una madre que está enseñando a su niña de 6 años a montar en bici. La pequeña no se siente muy segura todavía en el sillín y se gira constantemente para ver si mamá sigue sosteniéndola. Se baja de la bici de repente, nerviosa. La madre cada vez está más impaciente y, por fin, explota: “¡Todos los demás niños de tu edad ya saben montar en bici!”. La niña, herida, se entristece más todavía y dice: “¡Ya no quiero montar en bici! ¡Odio las bicis! ¡Prefiero aprender a patinar! ¡No tengo que hacer todo lo que hagan mis amigos!”.
No necesito imaginarme este momento porque yo misma lo presencié un día en mi calle mientras iba a mi casa. Y se me clavó en la memoria como una espina. Porque sabía que yo era culpable de la misma actitud.
Mientras veía como se desarrollaba la escena, me di cuenta de que aunque mi hijo es demasiado pequeño como para comparar habilidades como montar en bici o su rendimiento escolar, la verdad es que ya me las he apañado para compararlo a otros niños en muchos otros niveles. Y ni siquiera ha cumplido el año todavía.
Comparar significa que hay un ganador y un perdedor
He estado comparando a mi pequeño con el promedio de su edad casi como de forma natural, aunque inconscientemente. Pero no hablo solo de esos concursos tontorrones para ver qué bebé sabe ya sentarse, erguirse, andar, hablar, comer solo o llevarse la comida a la boca con los ojos cerrados. (Con las mamás amigas es muy fácil liarse en conversaciones de este tipo). He estado comparando a mi hijo con cientos y miles de otros niños a través de tablas y estadísticas en mis libros de paternidad.
Y empecé muy pronto: recién nacido, ya comprobaba meticulosamente su evolución con tablas de desarrollo; comprobaba qué era lo que debería estar haciendo a las 34 semanas y qué progreso debería haber conseguido, según la media, a las 42 semanas. Miraba por el rabillo del ojo a los niñitos de su edad y luego sin darme cuenta ya estaba aplicando una cinta de medir invisible con la que comparar el desarrollo de mi hijo.
Por supuesto, todo esto lo hacía con la mejor de las intenciones. Quería asegurarme de que mi bebé estaba progresando de forma saludable y normal. El problema está cuando permitimos que estos números nos controlen, lo invadan todo y nos frustren.
Pero había algo todavía más inquietante, otra razón por la que la escena de madre, hija y bici me puso los vellos de punta: me recordó a mi propia infancia.
Me vi a mí misma volviendo a casa del colegio con mi enorme mochila a la espalda. Como era buena estudiante, a menudo entraba en la cocina anunciando a mi madre que acababa de sacar un 9 o un 10 en este o aquel examen.
En esta ocasión, mi madre estaba visiblemente contenta, pero de inmediato añadió una pregunta que lo echó todo a perder: “¿Y qué ha sacado Fulanita?”, y Fulanita era una de las mejores estudiantes de la clase. Vi la competición en sus ojos. Si yo sacaba un 9’5 y algún otro sacaba un 10, ese otro había ganado, así que yo había perdido.
Durante muchos años he tenido (y quizás sigo teniendo) una necesidad insaciable de ser la mejor en todo lo que hago. Las demás mamás orgullosas del mundo podrían sostener que este impulso me dio el combustible necesario para esforzarme al máximo y alcanzar el éxito. Pero yo sostengo que, debido a esa mentalidad, consideré muchos de mis éxitos demasiado nimios como para ser dignos de alabanza: insignificantes. Siempre tenía que establecerme objetivos nuevos y más elevados para poder llegar a otro nivel. El nivel en el que estaba nunca era lo bastante bueno.
Entonces, ¿es un círculo vicioso?
No, no le guardo rencor a mi madre. Como madre que soy ahora, entiendo lo fácil que debió haber sido comparar a los niños sin tener mala intención. Tal vez sea algo del subconsciente. Y muy posiblemente me descubra a mí misma diciendo las mismas cosas. Después de todo, soy la hija de mi madre.
Dicho esto, ahora que soy consciente de este patrón y de su daño, no debería cruzarme de brazos a esperar a que se completara el círculo. Ahora que he identificado este comportamiento en mi madre y en mí misma, me he dado cuenta de que tengo el poder de detenerlo. Así que, ¿por qué no intentarlo?
Mi hijo es lo que más me importa en este mundo. Sus logros, tan sencillos como agarrar una cuchara para conseguir llevarse la sopa a la boca, gatear hábilmente de una punta a la otra de la habitación o señalar a su osito cuando lo quiere… para mí son hazañas comparables a llegar a la cima de un 26.000 pies en pleno invierno, estilo alpino y sin oxígeno. Cada pataleo que poco a poco se convierte en un paso es un gran logro, independientemente de lo que estén haciendo los demás bebés en sus propias cocinas y salones en ese mismo momento.
No me importa lo que hiciera el hijo de mi amiga Joanna cuando tenía la edad del mío, o la edad a la que empezó a andar la hija de Sophia, o que el hijo de Eveline vaya a nadar con regularidad y aparezca en anuncios de productos para bebé.
Sé que puedo encontrar en mis múltiples libros el dato con precisión académica que me diga lo que mi hijo debería estar haciendo en cualquier semana de su vida temprana; porque tengo todas las estadísticas (bueno, tal vez no todas, pero sin duda tengo más datos de los que necesitaré nunca). Un promedio abstracto de muchos niños, todos ellos diferentes, emplastados juntos en una ecuación matemática y luego en una gráfica.
Y cuanto más leo estas gráficas más me doy cuenta de lo diferente que puede llegar a ser cualquier niño: mi hijo no puede hacer algunas de las cosas que el niño promedio de 11 meses debería saber, pero controla otras cosas a las que el niño promedio de un año ni siquiera atina. Así que ¿quién puede decir que su desarrollo no es normal?
La admiración te puede llevar lejos
Así que he llegado a la sencilla conclusión de que las minucias de estas estadísticas no son importantes. Y menos importantes son las habilidades y capacidades de otros niños, compañeros de clase o amigos de parque. Lo más importante es lo que mi hijo puede hacer, no lo que no puede. Porque no quiero que se defina por lo que no puede hacer. Cada nueva habilidad que aprende, cada nueva cosa que intenta, cada éxito, será reconocido con interminable y magnífica admiración en mis ojos, ya lleguen “pronto”, “a tiempo” o “tarde”.
¿Por qué es tan importante esto? “Los niños pequeños se desarrollan por sus padres y solo por ellos, no por sí mismos”, dice Michal, el director de un orfanato de gestión familiar. Y ya que se desarrollan por los padres, buscan en los ojos de sus padres esas señales de admiración y aprobación que les dan ánimos.
Aunque a medida que crecen los niños esa dependencia va disminuyendo, les ofrece los cimientos de su autoestima y un sentido de seguridad en el hogar y en relación a los otros niños. Fomenta en los niños la ausencia de miedo al fracaso, el deseo de buscar lo que les haga felices y descubrir todas las pasiones que puedan albergar en su interior.
Aquella niña de la bici, en efecto, terminó patinando: la vi patinar calle arriba calle abajo durante años. Y más tarde, ya una joven mujer, se puso a estudiar japonés y diseño gráfico. Y estoy segura de que sus padres —con su apoyo y su motivación— la ayudaron a tener el valor de aventurarse en su propio camino en patines en vez de recorrer el camino de otro en bicicleta.