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“Rezamos mucho esos días…”: La invasión de Panamá desde la vida íntima

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Jaime Septién - publicado el 20/02/17
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El escritor Claudio de Castro muestra cómo vivió aquellos históricos acontecimientos

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El 20 de diciembre de 1989, el entonces presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush, autorizó la operación militar denominada “Causa Justa”, para invadir Panamá. Los motivos esgrimidos por la administración de Bush padre eran “proteger la vida de los ciudadanos estadounidenses que residían en Panamá; defender la democracia y los derechos humanos en Panamá; detener al general Noriega para enfrentar delitos de tráfico de drogas y respaldar el cumplimiento del Tratado Torrijos-Carter”.

Muy pocos tienen memoria de la invasión. Desde luego, no es el caso de los que la vivieron en carne propia: los panameños como Claudio de Castro, quien llevó un diario de esos días aciagos y ahora lo entrega en forma de libro.

Con el nombre de Operación “Causa Justa”, De Castro nos introduce en las entrañas de la vida de un escritor católico, recién casado y preocupado por su familia, por su país y por vivir, de forma evangélica, un acontecimiento traumático que ahora cuenta en esta entrevista exclusiva para Aleteia.

¿Cómo era el ambiente previo a la invasión estadounidense en Panamá?

Es curioso, recuerdo que en la calle, las tiendas, los almacenes, se hablaba de la invasión, que estaba por llegar, que ocurriría. Y muchos almacenaron alimentos. Llegó un momento en que pensamos que jamás ocurriría, que eran rumores para asustar al general Manuel Antonio Noriega. Y dejamos de preocuparnos por ese tema.

Recuerdo que durante las misas llegaban grupos de civiles furiosos, armados con palos, nos rompían los vidrios de los autos y gritaban consignas. Al salir solías encontrar periodistas americanos en busca de noticias.

Una mañana al salir de la Misa se me acercan varios y me preguntan si estábamos de acuerdo con una invasión para liberarnos de Noriega. No respondí.  Ésa, me imagino, era la forma de mostrarnos la invasión como una gesta de libertad para los panameños.

¿Cómo se gestó la invasión?

No sé bien cómo se gestó. Sabemos que esa noche 26.000 soldados de élite de los Estados Unidos entraron en Panamá. Fue surrealista. Nunca dejamos de tener teléfonos para comunicarnos entre nosotros. No faltó el agua. Nuestro problema fue el caos, el peligro de una bala y el miedo por la seguridad de nuestras familias.

¿Era tan necesaria esa invasión como decía la exposición de motivos del entonces presidente Bush?  ¿Miles de soldados para detener a Noriega?

Según muchos de los que vivimos esos días, fue notorio que para detener al general Noriega no era necesaria una acción bélica. De querer, lo habrían hecho sin una invasión. De hecho tuvieron la oportunidad. Se piensa que fue una excusa para probar nuevos armamentos. En realidad nunca estaremos seguros.  

Hubo muchas muertes. Las llamaron: “daño colateral”. No sabemos el número exacto después de tantos años. Fue un evento trágico. En el libro recojo experiencias de panameños que aún se hacen la misma pregunta: “¿Fue necesaria?”

¿Cómo viviste –desde tu catolicismo— esa invasión a tu país?

Rezamos mucho en esos días. Nos aferramos a la oración. Buscamos más Dios. No sabías si ibas a morir. Una Virgen Peregrina llegó providencialmente unos días antes a nuestra casa y nos sentimos bendecidos.

Pedíamos por los que morían, por los que estaban sufriendo, por aquellos que lo habían perdido todo. Por sus familias. En medio de esa oscuridad, como la mayoría de los panameños, traté de mantener a salvo mi familia y ser fiel a mis creencias.

Días previos a la invasión dimos acogida a un grupo de personas que estaban siendo perseguidos. Venían corriendo y les avisé para que se refugiaran en mi casa. Los senté en círculo en el piso de la sala. Los soldados panameños subían las escaleras de los edificios buscándolos con violencia. Les pedí silencio por la integridad de mis hijos que en ese momento dormían.

Llegó la invasión. El primer bombazo estremeció mi casa. Y cada bomba que caía la sentíamos más cerca. Recuerdo que pensé: “Este es un evento histórico. Voy a escribir en un diario todo lo que vea, piense y haga”. Perdí el diario en algún lugar entre mis libros. Pasados 20 años, revisando mis estanterías lo encontré y decidí extraer de él lo más significativo.

Supongo que el libro está lleno de anécdotas…

Así es.  Te relato una que aún me duele, porque tuve la oportunidad de hacer algo bueno, y no fui capaz de hacerlo. Tal vez por temor, inseguridad o por el momento que vivíamos.  Frente a mi casa pasaba una pareja de asiáticos con un bebé. Por un momento pensé hospedarlos. Luego reflexioné que no tenía comida para nosotros. ¿Qué podía ofrecerles? Y no hice nada.

Me faltó fe, valor, solidaridad. En ese momento salieron unos vecinos y los ayudaron. Fue un alivio.  Perdí la gracia. Por eso ahora cuando veo un pobre o una persona necesitada pienso inmediatamente: “Este es Cristo” y lo ayudo como puedo.

En mi casa no teníamos qué comer y los supermercados fueron saqueados. No podías salir porque no sabías si regresarías vivo.

Una ancianita a la que llamábamos “Canca”, que vivía sola en nuestro edificio, y a la que solíamos visitar con los niños, al enterarse de que no teníamos qué comer, nos envió cada día suficientes alimentos para todos. Así pudimos sobrevivir esos momentos oscuros.

Otro vecino organizó el barrio, quemábamos la basura para evitar enfermedades. Y teníamos contacto entre nosotros en caso que alguien tuviera una necesidad.  El panameño es un ser noble por naturaleza y así lo demostró, a pesar de las difíciles circunstancias.

¿Para qué o, mejor, para quiénes escribes este libro?

Muchos no vivieron la invasión, no la conocen, no forma parte de sus vidas. Para ellos escribí este libro, para que lo lean y sepan qué en verdad pasó. Sobre todo lo escribí para los jóvenes, con la esperanza de que sea leído en los colegios y revivan con nosotros la historia, esos días aciagos y tristes, en los que también se dieron gestos maravillosos de solidaridad.

El dolor de lo que vivimos al recordar esos momentos y pensar en los muertos, obligatoriamente te hace reflexionar en otros países que viven circunstancias iguales o aún peores en medio de una  guerra atroz.

Toda muerte violenta es una tragedia, hiere el corazón de Dios. Nos recuerda aquel poema de John Donne que termina diciendo: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

 

 

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