Lecciones de la Contrarreforma sobre cómo la Belleza le habla a la Verdad
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Las dificultades con los sacramentos son casi tan antiguas como la misma Iglesia. En concreto, el misterio de la Eucaristía ha desafiado las limitaciones de la imaginación humana durante siglos. Después de todo, ¿cómo podríamos comprender realmente que el pan y el vino se transubstancien en el Cuerpo y la Sangre de Cristo?
Pero allí donde la razón sola es insuficiente para captar un misterio como el de la Eucaristía, la Iglesia ha recurrido a menudo a la belleza para abrir las mentes y corazones de los creyentes. Solo hay que pensar en los Himnos Eucarísticos de santo Tomás de Aquino o en la majestuosa catedral de Orvieto, construida para albergar las reliquias del milagro eucarístico más famoso de Italia.
El reto de explicar los sacramentos a los fieles se recrudeció aún más después de la Reforma. Aunque Lutero siempre afirmó la Presencia Real de Cristo en las especies eucarísticas, otros, como Ulrico Zuinglio, sostenían que la Eucaristía era un mero símbolo: “De nada me sirve esa noción de un cuerpo real y auténtico que no existe física, clara y distintivamente en un lugar”.
Frente a doctrinas alternativas y con un clero a menudo incapaz de aclarar la situación a los desconcertados fieles, esta sociedad cada vez más empírica se acostumbró al entendimiento basado en la visión y el tacto y creció el escepticismo en relación a la presencia de Cristo en la Eucaristía.
El Concilio de Trento afirmó debidamente la Presencia Real en 1551, pero entonces empezaba el trabajo de verdad: ¿cómo despertar de nuevo la fe en la Eucaristía? Con el dúo estelar de la Contrarreforma: san Carlos Borromeo y la Compañía de Jesús, con 11 años de antigüedad. Juntos, dejarán un homenaje hermoso, duradero y pedagógico sobre la centralidad de la Eucaristía en la gloriosa iglesia del Gesù, en Roma.
Entre los múltiples dones de Borromeo se encontraba un gran interés por la arquitectura. En su disertación de 1577, Instructiones Fabricae et Supellectilis Ecclesiasticae, aplicó los decretos del Concilio de Trento al diseño y decoración de las iglesias católicas (y su obra fue reimpresa 19 veces hasta 1952).
La iglesia madre de los jesuitas comenzó en 1568 y se convirtió en el taller de sus ideas, aunque fue financiada por su antiguo adversario el cardenal Alejandro Farnesio. En un hermoso acto de Providencia, tanto el cardenal Farnesio como Borromeo comenzaron sus carreras eclesiásticas como hombres adinerados y materialistas, pero gracias al contacto constante con los jesuitas, ambos experimentaron una intensa conversión personal.
Como primera iglesia construida en Roma después de la Reforma, el Gesù se dispuso a centrar a los fieles en el sacramento de la Eucaristía. El desafío arquitectónico era tan estimulante que incluso el anciano Miguel Ángel ofreció su ayuda de forma gratuita, aunque la tarea recayó sobre el arquitecto de la casa de Farnesio, Giacomo Barozzi de Vignola. La majestuosa fachada travertina, su poderosa estabilidad prestada del ejemplo de las antiguas estructuras romanas, declaró su propósito como receptáculo del Señor inefable. El número dispar de puertas, diseño de Borromeo para llevar la atención sobre el centro, parece pequeño en relación con la fachada, lo cual provoca una primera impresión de asombro al acceder al vertiginoso espacio coronado con la innovación de una alta bóveda de cañón.
Il Gesù era la primera iglesia en Roma en más de mil años que se construía sin un coro alto, sin esta separación entre el presbiterio y lugar de consagración, exclusivo del clero, y el resto de los fieles laicos. Como respuesta a esta edad del empirismo, Borromeo y los padres Tridentinos animaron a los fieles a contemplar la hostia y la consagración. El diseño general del Gesù atraía al ojo ininterrumpidamente desde la puerta hacia el altar, como las lentes de un telescopio.
La separación física de las rejas dio paso a una separación espiritual de la Eucaristía y los nuevos diseños invitaron a los fieles a la comunión. Empezaba la práctica de la Adoración, las procesiones eucarísticas incrementaron y Trento instruyó a los fieles, que recibían la comunión muy rara vez, si es que la recibían, a que acudieran a recibir la comunión al menos una vez al año.
Un pasamanos bajo reemplazó a la reja, acogiendo así al pueblo en torno al Cuerpo de Cristo, en vez de dejarlos al margen. Reforzando los métodos de san Ignacio en sus Ejercicios Espirituales, el Gesù invitaba al laicado a degustar, tocar, ver, escuchar y oler la Presencia del Señor.
En el ábside, el tabernáculo se sentaba en línea de visión directa desde la puerta. El objetivo de la ardua travesía de la vida representado en la larga nave hasta el santuario, llamando desde la entrada el fiel. Hecho de piedras preciosas, un templo dentro del templo, se elevó sobre unos peldaños, al igual que Moisés en el Sinaí a su encuentro con Dios y que Jesús transfigurado en el Tabor y que la humanidad redimida en el Gólgota; de igual forma ascendemos para llegar hasta el Cuerpo de Cristo.
En el Gesù, ese espacio del Señor viviente se coronó con una cúpula, la primera en Roma después de la de San Pedro (que por entonces estaba inacabada). Al elevar los ojos después de la comunión, la altísima y redonda cúpula que parecía flotar por encima de los enormes ventanales, ofrecía una visión de la unión deseada para que los fieles “puedan llegar del camino de esta miserable peregrinación a la patria celestial, para comer en ella sin ningún disfraz ni velo el mismo pan de Ángeles, que ahora comen bajo las sagradas especies”. (Concilio de Trento, sesión XIII, capítulo VIII)
G.B. Gaulli decoró el domo y la bóveda del Gesù, retirando el velo de nuestra visión mortal, para representar la celebración celestial de la misa.
Las capillas laterales, fundamentales para proclamar la eficacia del sacrificio de la misa para las almas, según se reafirmó en Trento, recibieron una consideración cuidada en la iglesia. Unidas con portales, las capillas también sirven como pasillos laterales, librando de obstáculos el camino de la nave principal. De tamaño uniforme, las capillas evitaron el gusto renacentista por las capillas más grandes en relación al estatus, al tiempo que huían de la autoglorificación de consagraciones personalizadas en capillas al seleccionar a los sujetos como parte de un programa más amplio.
El programa del Gesù tiene como intención guiar al comulgante desde el altar de vuelta al mundo exterior. A los lados izquierdo y derecho desde el altar, las capillas empiezan con lo intangible: la Trinidad y el orden de los Ángeles decorados por los gigantes del arte de la Contrarreforma, Jacopo Bassano y Federico Zuccari.
Las siguientes capillas registran la realidad histórica de la Encarnación emparejada con la conmovedora Capilla de la Pasión, de Gaspare Celio. En la entrada, los profetas Isaías y Zacarías ruegan porque los espectadores “verán a tus maestros” y que “mirarán hacia mí, a quien traspasaron”. Cuatro imágenes de Cristo rodean el altar, expuesto durante Su Pasión al escrutinio público, cuando la multitud ciega eligió golpearle, ridiculizarle y condenarle.
El peso de los testigos marca las capillas finales, originalmente dedicadas a los apóstoles y a los mártires. Junto a las puertas de salida, convocan a los que han visto y experimentado la verdad de Cristo, tal y como hacemos cuando participamos en el sacrificio de la misa, a “ir y hacer discípulos a todas las naciones”.