El viajante, una versión iraní en el siglo XXI de Muerte de un viajante
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Toda imagen tiene una vida pública y una vida privada. Es algo así como la carcasa de un reloj y su mecanismo interior, o como los minutos y el tiempo. Los grandes cineastas y las grandes películas nos obligan a aceptar esa dicotomía, no porque ataquen la línea de flotación de nuestras limitaciones sino porque nos fortalecen a partir de nuestras limitaciones.
Cuando aceptamos hasta dónde somos capaces de llegar por nosotros mismos al introducirnos en una construcción estética, permitimos que otros nos empujen un poco más allá en nuestra valoración ética. No nos enseñan qué vemos, más bien nos enseñan dónde y cómo colocarlo, para así no seguir cayendo en el vicio de homologar y banalizar imágenes, siguiendo cauces lineales y acumulativos.
Un ejemplo rápido: en El viajante un joven matrimonio (Shahab Hosseini y Taraneh Alidoosti) tiene que evacuar el piso donde vive cuando el edificio entero amenaza con desplomarse por culpa de las obras en un solar adyacente.
Pese a que él es profesor y ambos forman parte de una compañía de actores, se mudan al ático que les ofrece un amigo para no quedarse a dormir en el escenario del teatro donde en ese momento escenifican Muerte de un viajante.
El detalle no tendría mayor importancia si no fuese porque la obra de Arthur Miller describe la construcción de un hogar como un camino de humillaciones y degradación para una familia de clase media americana, y si no fuese porque la película de Asghar Farhadi parece trasladar ese particular vía crucis desde la Norteamérica de 1949 (cuando Muerte de un viajante fue representada por primera vez) a Irán en pleno siglo XXI, en un pliegue espacio-temporal que más que marcar diferencias, marca siniestras similitudes.
Por supuesto, para entender lo anterior no podemos conformarnos con leer las críticas que otros hayan escrito antes sobre El viajante o aprovecharnos del hecho de haber tenido Muerte de un viajante en el temario de Literatura Norteamericana en 4º de carrera.
Debemos ampliar el campo de acción y leer algo más sobre los posibles problemas de vivienda en Teherán hoy en día[i], porque así entenderemos que encontrar un alquiler puede llevar semanas y que su posible ubicación determina no sólo seguridad (para evitar robos u otros delitos) sino también rango social y credibilidad en términos laborales. Y no hemos comenzado a hablar de precios y sacrificios, sobre pagar mensualidades que equivalen al 80% de salario de un trabajador de clase media-alta y un depósito desorbitado que a mucha gente la obliga a endeudarse con bancos o prestamistas.
Para llegar hasta aquí, claro, no podemos seguir los métodos generalistas de clasificación de imágenes y en lugar de eso debemos aplicar el método que Giovanni Morelli propuso a finales del siglo XIX al catalogar pinturas anónimas o erróneamente atribuidas, en busca de detalles mínimos que le pasan desapercibidos hasta a quienes los ejecutan, detalles menos artificiosos y por lo tanto mucho más fiables si uno desea conocer la autoría y significado de una obra.
Todo esto para decir que no podemos convertir El viajante en una versión iraní del género vigilante, con un marido convertido en detective para encontrar al hombre que agrede a su mujer en el ático adonde su mudan, porque así sólo veremos a a un vengador urbano más, a quien entonces podríamos juzgar de una manera bastante expeditiva.
La película debemos explorarla en términos más microscópicos, como cuando un niño pequeño rechaza la ayuda de una mujer adulta para mear, como cuando una mujer en un taxi colectivo pide que la trasladen al asiento delantero para así no seguir sentada entre hombres en el asiento de atrás, como cuando un profesor humilla a uno de sus alumnos al quitarle su teléfono móvil y ver las imágenes inapropiadas que tiene almacenadas en él…
Mujeres y hombres, protitutas y clientes, profesores y alumnos, adultos y niños, ricos y pobres, agresores y agredidos, actores y espectadores… Todo el mundo en la película parece vivir en varios planos, en varios escenarios, en varias representaciones. Nadie, sin embargo, controla su papel en la representación.
Fuerzas ocultas (desde el perverso director de la película hasta la ominosa policía, pasando por el urbanismo indiscriminado, los deseos ingobernables, la capacidad estigmatizadora de la religión, la censura estatal o el capitalismo especulativo) mueven a unos y otros, desplazándolos primero de un escenario a otro, empujándolos a confundir los guiones de sus vidas públicas y sus vidas privadas, y dejándolos luego ante la intemperie de nuestros apresurados juicios, en una colosal metáfora de nuestro mundo, donde construir y mantener un hogar sin perder la dignidad o la vida parece una tarea simplemente imposible, a no ser que nos convirtamos en cómplices de nuestros peores enemigos cuando nos ofrecen restaurar los privilegios (nacionales, de sexo, raza, religión, edad o clase) que nos han puesto en una situación así.
[i] Este colosal artículo, aparecido en el periódico The Guardian el 27 de abril de 2015, podría servir de introducción: https://www.theguardian.com/world/iran-blog/2015/apr/26/iran-housing-market-tehran-apartment-search