Para entender el mal es necesaria una perspectiva de eternidad
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Siempre se dice que Dios nos quiere, que Dios nos ama. También se dice que Dios tiene un plan para cada uno de nosotros. Que tenemos que escuchar cuál quiere que sea nuestro camino, nuestra vocación. Que hay que escuchar y esperar. Y yo me pregunto: ¿qué plan tiene (o tenía) para los miles de cristianos, mayores y niños, que son masacrados diariamente?
La respuesta a esta cuestión, nada fácil, va a ser sacada del Catecismo de la Iglesia Católica, que contiene textos más cuidados que los que yo podría elaborar.
Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal? A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación Redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No existe un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal (nº 309).
Del párrafo anterior, merece destacarse la Encarnación redentora del Hijo de Dios. Esa redención se obró siendo crucificado.
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Y eso tiene consecuencias: como dice san Pablo, el que no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros, ¿no nos dará con Él todas las cosas? (Rom. 8, 32) (quizás sea útil aclarar que, en el lenguaje bíblico, “entregar” a alguien suele significar entregarlo a los verdugos).
Podemos advertir que del peor de los males surge el mayor de los bienes.
Por este motivo, la permisión divina del mal físico y del mal moral es misterio que Dios esclarece por su Hijo, Jesucristo, muerto y resucitado para vencer el mal. La fe nos da la certeza de que Dios no permitiría el mal si no hiciera salir el bien del mal mismo, por caminos que nosotros sólo conoceremos plenamente en la vida eterna (nº 324).
Puede uno preguntar cuáles son “todas las cosas” de que habla san Pablo. La respuesta pasa por volver a mirar a Cristo. Al resucitar recibió la gloria, que para un hombre supone el bien absoluto y definitivo.
Esta vida es un campo de batalla entre el bien y el mal, y Dios Padre ha querido que recibamos el bien eterno saliendo victoriosos, para lo cual, como Cristo en su Pasión, habrá que saborear el mal.
Sin esta perspectiva de eternidad no se entenderá nunca la existencia del mal. Tampoco la paternidad divina, y menos en un mundo como el actual en el que con tanta frecuencia se intenta ahorrar cualquier atisbo de sufrimiento en los hijos a costa de no prepararlos para abrirse paso en el mundo.
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Siguiendo el hilo del discurso, encontramos otras palabras que permiten abordar lo más específico de la consulta, la vocación del que sufre: Por su pasión y muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora (nº 1505).
Es decir, unido al de Cristo, el sufrimiento es camino de santidad y tiene una particular fecundidad por tener ese valor redentor, pues el cristiano está llamado a corredimir –“redimir con”- con Cristo.
La vocación del cristiano equivale a ese “estar llamado”. Al fin y al cabo, ¿qué es eso que llamamos vocación? Pues el modo concreto en el que cada uno, conforme al plan divino, se debe configurar con Cristo y contribuir a la tarea redentora de la Iglesia, continuadora de la de Cristo.
Si podemos hablar así –que sí podemos, refiriéndonos a la humanidad de Cristo-, la vocación de Jesucristo incluía –era lo más importante- su muerte ignominiosa en la cruz.
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No nos puede extrañar mucho que encontremos más personas que se configuran con Cristo sufriendo una muerte ignominiosa.
Dejemos esto claro: esas muertes tienen como causa los pecados de los hombres, en su actuar libre. Igual sucedió con Jesús. Pero de ahí saca Dios bienes mayores tanto para los que así sufren como para la Iglesia y la humanidad, como sucedió con Jesús.
En lo que atañe a sus personas, esos bienes no se refieren a este mundo -sobre todo si supone su muerte, pues la vida mortal no se repite-, sino a la gloria eterna. Como sucede con Jesús.
La vocación del cristiano no se debe pensar solo en términos de una espera orante de que se manifieste de algún modo la voluntad divina. Eso puede ser parte, y parte importante, de muchas vocaciones.
Pero las cosas pueden suceder de otro modo, y la voluntad divina se puede manifestar de muchas maneras, sobre todo a través de los sucesos que el cristiano encuentra, también –y quizás sobre todo- los que le hacen sufrir y hasta dar su vida.
No deja de ser un misterio que Dios eligiera que la redención tuviera lugar de modo tan dramático. Pero así fue, y así la comparten los hombres.
Ahora bien, todo ese sufrimiento, y especialmente el que padece el inocente, sin ese final feliz y glorioso convierte el drama en tragedia. Y la tragedia deja un vacío en la vida al dejarla sin sentido, y quita toda esperanza. Lo que además aumenta el sufrimiento. O aceptamos los planes de Dios, aunque no podamos entenderlos, o esa tragedia es lo que nos espera.
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