Porque, como en el caso del que suscribe, podría cambiar toda su trayectoria de vida
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Eran las 9:40 de la mañana. Yo tenía 10 años. Yo era el Misterioso Hombre de la Fuente.
Presioné el botón de la fuente, como hacía todas las mañanas, y lo apreté ligeramente hacia un lado. Cuando retiré la mano, el agua seguía corriendo. Y yo también eché a correr.
Hasta que una mano me agarró. Una mano adulta.
Por entonces estaba en el quinto curso de la Escuela Elemental Mesa Verde en Tucson, Arizona. Mi profesora probablemente ya intuía que mi petición diaria de ir al baño durante su clase era más una cuestión de aburrimiento que de control de vejiga. Pero yo era buen estudiante, así que hacía la vista gorda y me daba luz verde.
Y entonces en mi mente aprovechaba para convertirme en el Misterioso Hombre de la Fuente.
Para llegar hasta el baño había que pasar junto a la clase de sexto, justo al lado de una fuente para beber al lado de su ventana, una fuente con un pulsador ligeramente desviado y que se podía trucar para que se quedara atascado. Todos los días dejaba la fuente abierta y salía corriendo. Y todos los días me imaginaba a la clase de sexto apelotonada en la ventana, mirando al pasillo vacío y preguntándose quién sería “el Misterioso Hombre de la Fuente”.
En el fondo yo sabía que todo aquello era una fantasía. Sabía que a nadie le importaba quién dejaba el agua abierta. Sabía que estaba todo en mi cabeza.
Hasta que descubrí que no era así.
Me acordé del Misterioso Hombre de la Fuente porque mi mujer y yo empezamos a decir una oración nueva: empezamos a rezar por que pillaran a nuestros hijos en sus travesuras.
Mi esposa había escuchado esta sugerencia en un grupo de estudio de la Biblia; una madre lo había aprendido en círculos cristianos evangélicos. Con una rápida búsqueda en Internet se encuentran muchos casos de padres protestantes recomendando la oración, pero ningún padre católico.
Sin embargo, pensemos en lo fantástico de esta oración. Pensemos en las bendiciones de que pesquen a un niño.
Que lo pillen mirando algo malo en Internet antes de que adquiera el hábito de buscarlo. Que lo pillen copiando antes de que deje de tener remordimientos por hacer trampas. Que intervengan si está acosando o molestando o causando revuelo antes de que se cree una reputación con esas actitudes y pasen a ser parte de su concepto de sí mismo.
Visto así, a todos nos gustaría que los pillaran, porque que les pillen no significa solo que se pone fin a ese comportamiento. Detendría todo el patrón de pensamientos que vienen a la ayuda del pecado.
“El pecado crea una facilidad para el pecado”, dice el Catecismo (No. 1865).
Cuando pecamos y no hay repercusiones dramáticas, nos sentimos un poco más confiados a la hora de pecar de nuevo. Es algo que sucede con los más pequeños, pero también con los chicos mayores.
Un amigo mío me dijo que conoció a una chica en su instituto que había abortado. La chica sacó el tema en la conversación de forma casual, mencionando sin problemas las justificaciones para el aborto.
“Pero… eso… es algo terrible”, le dijo mi amigo a la muchacha, casi sin pensar. “Sabes que te quiero, ¡pero eso es algo terrible!”.
La chica rompió a llorar. “Lo sé”, respondió. “Todo el mundo me dice que era lo correcto, pero yo sé que no es así”.
La pillaron —con la verdad— y eso la liberó para poder lamentarse y arrepentirse. También le permitió descubrir que había alguien de su lado, no en el lado de deshacerse de su problema, sino en el lado de ella.
Pillar a una persona cometiendo un pecado le recuerda que no está sola.
Una madrugada encontramos a una de nuestras hijas pequeñas llorando calladamente. Se negaba a decirnos por qué. Siguió una larga discusión y, por fin, después de mucho tira y afloja y mano izquierda, nos lo contó.
Resultó ser un problema menor, pero lo alarmante era que ella seguía diciendo: “Yo me las puedo arreglar. Puedo controlarlo sola”.
“No”, replicó su madre. “No puedes. Por eso Dios nos ha dado los unos a los otros. Para que hablemos de estas cosas”.
El saber que “no tengo por qué arreglármelas yo sola” puede cambiar la trayectoria vital de una persona.
Pero ¿qué fue del Misterioso Hombre de la Fuente?
La mano que me atrapó fue la del profesor de sexto, que me metió dentro de su clase.
“¡Misterio resuelto!”, anunció a la clase reunida en torno a nosotros. “¡He pescado al Niño de la Fuente!”.
Mi misterio era real… pero fue incómodo y humillante, en vez de triunfante.
“Y a ti, amigo mío”, me dijo, “¡te han pillado con las manos en la masa!”.
Sí que me habían pillado. En algo pequeño. Gracias a Dios.