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Cuando el arte rescató a la Eucaristía: Caravaggio, Domenichino y Barocci

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Elizabeth Lev - publicado el 23/03/17
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Flanqueados por teólogos y ceñidos por su fe personal, estos artistas obraron para encender las imaginaciones y profundizar en la adoración de la Eucaristía en su época de empirismo.

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Por el 500.º aniversario de la Reforma Protestante, esta serie de artículos revisa la forma en que la Iglesia respondió a esta etapa turbulenta al encontrar una voz artística que proclamara la Verdad a través de la Belleza. Cada artículo visita un monumento romano y explica cómo cada obra se diseñó para confrontar un desafío planteado por la Reforma a través de la reconfortante y persuasiva voz del arte.

 El rediseño de las iglesias por la Contrarreforma para centrar la atención de los fieles sobre la Eucaristía era solo la mitad de la batalla; podría conducir al pecador hacia el pan de vida, ¿pero cómo convencerle para que creyera? Sí, podían ver la consagración, sí, recibían la comunión más frecuentemente, pero ¿cómo abrir su mirada espiritual al misterio de la Presencia Real?

Dejen paso a los pintores. Blandiendo sus pinceles, flanqueados por teólogos y ceñidos por su fe personal, estos artistas obraron para encender las imaginaciones y profundizar en la adoración de la Eucaristía en su época de empirismo.

Los pintores, que habían madurado su técnica en el Renacimiento y en la representación del mundo natural, ahora tenían el encargo de ilustrar el misterio. Tres pintores estuvieron a la altura de la tarea: Caravaggio, Barocci y Domenichino. Sus obras, a lo largo de una década, abrirían un sendero eucarístico por toda la Ciudad Eterna.

Caravaggio encabezó el grupo. Después de que lo descubrieran en la nueva Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, el problemático aunque brillante artista recibió en 1603 por parte de Pietro Vittrice un encargo para presidir el altar de la recién restaurada iglesia de Santa Maria in Vallicella.

Aunque claramente influido por la Pietà de Miguel Ángel, este Santo Entierro presentaba la Presencia Real de una forma sorprendentemente actualizada. La versión de Caravaggio disponía seis figuras en un conjunto triangular contra un fondo oscuro.

Las críticas de “excesivo naturalismo” de sus colegas parecen justificadas al mirar a la envejecida María, Madre de Dios, al bajo y fornido Nicodemo y a los pies sucios de Cristo. Sin embargo, estos elementos son los únicos naturalistas de la obra, ya que las figuras están amontonadas sin una profundidad espacial plausible y la luz no tiene una fuente natural.

En contraste con esta tiniebla, la luz sobrenatural atrae de inmediato la atención hacia la figura femenina que gesticula desde la cumbre de la composición. Sus manos extendidas conducen los ojos hacia abajo, una rareza en el arte: cuando las composiciones normalmente llevan la mirada hacia arriba, Caravaggio compone hacia la base del lienzo, donde descansa el altar. Siguiendo las figuras, el espectador casi está invitado a inclinarse físicamente.

La cascada de figuras culmina en Cristo, suspendido sobre una losa de piedra que imita al altar que presidiría la obra. Su cuerpo inerte y desvaído cuelga pesado en el aire por encima de una apertura sombría.

En el mundo de Caravaggio se consideraba que completar una composición era una de las partes más importantes de la destreza artística; dejar un espacio hueco sorprendería de inmediato al espectador coetáneo, hasta que el sacerdote, que celebrara misa en el altar, completara la composición. Trabajando con el concepto de la Pietà de Miguel Ángel, en la que el cuerpo de Jesús parece próximo a caer del regazo de María y sobre el altar, Caravaggio añadió una urgencia a participar en el sacramento, esta ofrenda hecha por nosotros.

Barocci fue llamado personalmente en 1603 por el papa Clemente VIII Aldobrandini para decorar la capilla funeraria de sus padres en Santa Maria sopra Minerva, con la Institución de la Eucaristía. Este papa, tan comprometido con la Eucaristía que a menudo lloraba durante la consagración, llevaba la custodia descalzo durante las procesiones del Corpus Domini, y estableció una adoración continuada de Cuarenta Horas en Roma en 1592, se involucró en el proyecto con el artista y la correspondencia entre ambos demuestra su honda preocupación por concentrar a los fieles en el Santísimo Sacramento.

La nueva iconografía de la Contrarreforma dejaba atrás el momento de traición representado en las Últimas Cenas del Renacimiento y prefería ilustrar las palabras de la consagración que pronunció por primera vez Jesús. Barocci era un dibujante excelente, capaz de componer con líneas que estimulen la mente, pero también era un maestro del color que empleó una sorprendente mezcla de tonos para crear lo que describía como “música completa”.

La composición consta de tres triángulos, cuyos vértices convergen en la cabeza de Cristo. El primer triángulo se extiende hacia abajo hasta las esquinas inferiores del lienzo donde dos jóvenes se agachan hacia el altar, como para recoger los dones allí presentados. El segundo triángulo abarca los santos arrodillados Pedro y Juan, para evocar las oraciones reverentes de la consagración, ahora visible después de la eliminación de las rejas. Los brazos de Jesús forman el triángulo final, sosteniendo la hostia sobre la parte roja de Su túnica, un símbolo de Su humanidad.

El papa Clemente escribió en repetidas veces al pintor insistiéndole en que hiciera más evidente a la Eucaristía. Barocci representó una “receta” simple pero sugerente para la Eucaristía: sustancia más oraciones igual al Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Roma debe la práctica de la devoción de las Cuarenta Horas a San Felipe Neri, que vivió en la hermandad de San Jerónimo de la Caridad durante 33 años, antes de ir a instalarse a Santa Maria de Villacella. Esta hermandad se consagraba al entierro de los difuntos, al servicio de los prisioneros y celebraban ocho misas el día. En 1612, el cardenal Pietro Aldobrandini, sobrino de Clemente VIII, encargó al pintor boloñés Domenico Zampieri que pintara la Última Comunión de San Jerónimo para el altar mayor de la iglesia.

San Jerónimo, agonizante, va acompañado de un grupo ecléctico que comprende (entre otros) a una mujer, un hombre con turbante y una figura que recuerda a un aristócrata romano. Un joven de pelo largo distintivo de los miembros de la hermandad sostiene al santo moribundo próximo a la hostia, ya que sus piernas envejecidas y replegadas ya no pueden sostenerle.

Por encima de este mar de humanidad destaca el sacerdote, sosteniendo la hostia momentos después de la consagración. La profunda reverencia del sacerdote, el diácono y el subdiácono evocan la solemne dignidad de la presencia del Señor entre el caótico sufrimiento de la vida. Los ojos de Jerónimo despiertan ante la visión de la hostia, el brillante pasaje a la eternidad, representado por los ángeles que vienen a reclamar su alma.

Aunque Domenichino fue injustamente acusado de plagio por un rival envidioso, lo que hizo única esta pintura fue su énfasis y epicentro en la Eucaristía.

Este Sendero de Verdad conducía antes desde el Panteón hasta San Pedro, pero hoy las obras de Domenichino y Caravaggio se encuentran en los Museos Vaticanos. Están bien conservadas, pero, lejos de sus altares originales, son menos capaces de expresar su verdadero propósito de ilustrar el misterio.

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