Cuando el arte vino al rescate: mostrar la penitencia a través del arte
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“Sé pecador y peca fuerte”, exhortaba Martín Lutero a Felipe Melanchthon en 1521, cuando su colaborador dudaba del rechazo de la Reforma a la penitencia, mientras le recordaba que “dejara que su confianza en Cristo fuera más fuerte”. En su entusiasmo ciego, Lutero prometió que la justificación era tan grande que “ningún pecado puede separarnos de Él, incluso si cometemos asesinato o adulterio miles de veces cada día”.
Estas palabras tuvieron una fuerte repercusión en un mundo en el que los orgullosos triunfadores del Renacimiento se habían cansado de la práctica humillante, conflictiva y a menudo directamente desagradable de confrontar los pecados propios en el confesionario. La Contrarreforma vio la necesidad urgente de reavivar la importancia de la penitencia y las prácticas penitentes entre los fieles, pero necesitaba hacerlo de forma inspiradora en vez de castigadora. El arte acudió al rescate proponiendo modelos de confesión y contrición que estimularan a los fieles para emularlos.
Uno de los primeros modelos de este tipo fue una obra de Tiziano en 1566, solo 3 años después de la clausura del Concilio de Trento. Veneciano de origen, Tiziano había ido a Roma a trabajar para el papa Pablo III el año después de que iniciara el Concilio y fuera personalmente a una de las sesiones del periodo en el que se discutía el tema de la Penitencia. Todavía un hombre joven, Tiziano había ganado riqueza y fama deleitando a Europa con sus mitologías sensuales y sus retratos altivos. Pero el Tiziano maduro también había sufrido grandes pérdidas después de las sucesivas muertes de su esposa, hija y nieto.
Tiziano había ejecutado Cristo y el buen ladrón como parte de una pintura de 5 metros sobre la Crucifixión, pero esta deslumbrante composición fue su foco de atención y la misma imagen del sacramento de la Confesión.
La composición excluye al mal ladrón, que había elegido rechazar a Cristo. En su lugar, la pareja se alza muy por encima de las lanzas de los soldados romanos, incluso mientras la oscuridad de la muerte los invade.
El buen ladrón, impelido por una repentina esperanza, encuentra un resquicio de fuerza en su cuerpo para hablar, para intentar levantar su mano en gesto suplicante. Confesando su culpa —“Nosotros estamos aquí en justicia, porque recibimos lo que merecen nuestras fechorías; pero este hombre no ha hecho nada malo” (Lc 23:41)— encuentra la misericordia de Cristo, casi sin vida ya, quien le promete: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Tras pagar su penitencia en la cruz, el ladrón muere en paz.
Tiziano captura la intimidad de este momento como si tuviera lugar en un confesionario. El ladrón se vuelve hacia el Señor, la luz que le despierta, mientras Cristo se gira de lado como en un confesionario, sin avergonzar al penitente. La atrevida perspectiva no solo aísla a las dos figuras en el poderoso momento de la redención, sino que el brazo abierto de Jesús nos invita también a los espectadores a compartir nuestros pecados con él, a cargar al hombro nuestra penitencia y disfrutar de la calidez de Su misericordia. La sensualidad de Tiziano, tan frecuentemente empleada en retratar escenas mitológicas, crea una atmósfera absorbente para la intimidad de la confesión.
La poderosa obra de Tiziano expresó el potente deseo de conversión de un alma reflexiva, pero la Contrarreforma quería extender una red mayor. La confesión y la penitencia habían sido estigmatizadas por los reformadores con palabras como impío, tiranía, pestilencia, perversión, monstruosidad y carnicería. Con unos epítetos tan brutales, ¿cómo podría la Iglesia convencer a los fieles de la belleza de sincerarse con el Señor y quedar renovado por su perdón?
La Iglesia recurrió a María Magdalena, apóstol de apóstoles y confidente de Cristo, pero también, gracias a una homilía del papa Gregorio el Grande, el modelo último de arrepentimiento. Muy parecido al caso de san Jerónimo, María Magdalena nunca perdió su estilo, sino que se adaptó a las necesidades evangélicas de la Iglesia. En la Edad Media era una mujer noble rica que vestía túnica, luego se convirtió en una apasionada doliente bajo la cruz en el Renacimiento, para volver con la Contrarreforma como modelo definitivo de penitencia.
María Magdalena atrajo a seguidores famosos, incluyendo a la noble convertida en santa de la Contrarreforma María Magdalena de Pazzi y la extraordinaria poeta Vittoria Colonna, tan admirada por Miguel Ángel. Conna escribió una serie de sonetos a la santa y también adquirió la encantadora Magdalena penitente de Tiziano.
María Magdalena se convirtió en uno de los protagonistas más populares de la Contrarreforma en Roma, pintada por Carracci, Caravaggio y por casi cualquier otro artista mayor. Ya no era una noble bien vestida, tampoco una fanática demacrada, sino que se convirtió en una figura suntuosa cuya evidente belleza y atractivo iban más allá de lo meramente terrenal para inspirar a las personas las maravillas del paraíso.
De las muchas María Magdalenas que pintó Guido Reni, esta versión para el cardenal romano Antonio Santacroce fue la más afamada. La santa, envuelta en pesados ropajes, refleja una calidez sensual en sus suaves extremidades, pero en vez de guiar al espectador a pensamientos impuros, captura la mirada y la redirige al cielo. La parte inferior de su cuerpo está rodeada de piedra, como una tumba de designación propia. Su túnica, en vez del habitual rojo intenso, ha sido apagada con un azul frío, templando las pasiones humanas. Hay raíces junto a ella que indican sus ayunos penitentes, mientras que la cruz y la calavera aluden a su mortificación, siguiendo el ejemplo de Cristo. La parte superior de su cuerpo parece más cálida en tanto que sus mechones dorados desvelan su luminoso pecho; María desnuda su corazón ante el Señor y así se convierte en una hermosa representación del sacramento de la Confesión. Los ángeles le dan la bienvenida y la consuelan, abriendo el camino al paraíso para esta santa promotora de la penitencia. Casi como las estrellas y modelos de cine se convierten en protagonistas de anuncios para productos de belleza superficial, María Magdalena se convirtió en el ejemplo modélico de cosmetología interior.
La misma definición de pecado se volvió borrosa en la Reforma cuando Juan Calvino negó diferencia alguna entre el pecado mortal y el venial. Listar y clasificar pecados le parecía a los reformadores una actividad perniciosa. Después de todo, ofender a Dios era una ofensa infinita ya fuera en la forma de un adulterio o de una palabra poco amable. El arte recibía el encargo de ofrecer a los fieles una nueva forma de mirar a sus pecados y sus implicaciones en la relación de uno con Cristo.
En una pintura profundamente personal para el cardenal Odoardo Farnese, Annibale Carracci ofreció un conmovedor testimonio de los efectos del pecado, la confesión y la misericordia. Cristo coronado de espinas, está representado como en una ventana donde las figuras son del mismo tamaño de los espectadores. Llenan el espacio haciendo imposible que escapemos de la inmediatez de la escena.
El Cristo exhausto, recién terminada su flagelación, recibe un nuevo tormento cuando los soldados romanos le visten con una túnica y le coronan con espinas. Una figura en el fondo parece estar llamando a sus compañeros para que vengan a burlarse de Cristo, mientras que la figura en primer plano fija cuidadosamente la corona sobre la cabeza de Jesús. El espacio abierto en la composición nos hace incómodamente presentes, un recordatorio de que esas espinas que muerden Su carne son nuestros pecados. La reacción de Jesús es hipnótica. No hay ira ni distancia, clava su mirada sobre su verdugo con unos ojos que hablan de amor por los pecadores y extiende hacia él unas manos que aspiran a reunir un alma más con Él.
Pero, ¿trata Jesús de llegar hasta su carcelero o hasta nosotros? En cualquier caso el mensaje es claro: nadie está más allá de la contrición ni más allá de la redención.