Durante siete siglos, el episodio permanece relativamente fuera de los registros de los hagiógrafos del santoEn 1219, la guerra causaba estragos entre los Cruzados y el Islam. Dos siglos más tarde, la tumba de Cristo sería reducida a polvo por las tropas del sultán. En la llanura egipcia de Damieta, en el delta del Nilo, los dos ejércitos se hacen frente.
El sultán Al-Kamil ha emitido un decreto que promete una gran recompensa en oro a cualquiera que traiga la cabeza de un cristiano. Por su lado, los Cruzados, comandados por Pelagio Galvani, intentan tomar el puerto de Damieta con la intención de conquistar Egipto.
Dos intentos previos de predicar el Evangelio
En estas circunstancias, san Francisco decide, en compañía del hermano Iluminado, ir a predicar el Evangelio en territorio musulmán. En un segundo intento, ya que “il Poverello d’Assisi” ya había intentado dar a conocer a Cristo en Tierra Santa, sin éxito.
El único relato detallado sobre este episodio del que disponen los historiadores está firmado por san Buenaventura. Es un escrito posterior al acontecimiento, de más de un siglo más tarde, y sobre todo pretende ensalzar la gloriosa epopeya del santo fundador de la orden franciscana.
Francisco, tras ser capturado por los sarracenos al tratar de franquear sus líneas, según cuenta san Bonaventura, pide una audiencia con el sultán y se la conceden.
Considerada un fracaso
El sobrino de Saladino le recibe con gran cortesía, según describe el cronista, pero esta visita es considerada un fracaso, ya que el santo no ha conseguido convencer al sultán de la validez de la religión cristiana. Ni tampoco obtuvo la palma del martirio.
Durante siete siglos, el episodio permanece relativamente fuera de los registros de los hagiógrafos de san Francisco. Incluso a pesar de que las fioretti de san Francisco informaran de que, al final, el sultán le habría murmurado: “Hermano Francisco, yo me convertiría de buena gana a la fe de Cristo, pero temo hacerlo ahora, porque, si éstos llegaran a saberlo, me matarían a mí y te matarían a ti con todos tus compañeros”.
Un detalle olvidado
El padre Gwenolé Jeusset, franciscano, participó el 19 de septiembre de 2016 en Asís durante el encuentro “Sed de Paz: religiones y culturas en diálogo”. Recordando el mencionado episodio, este antiguo responsable de la Comisión franciscana para las relaciones con los musulmanes y miembro de la Comisión vaticana con el mismo propósito, añadió un detalle prácticamente olvidado hasta el siglo XX.
Se trata de la meditación que san Francisco mismo extrajo de su experiencia. “Los hermanos que viven entre musulmanes y otros no cristianos -escribe el santo de Asís- pueden contemplar su función espiritual de dos maneras: o bien no hacer ni censuras ni disputas, ser sumisos a toda criatura humana a causa de Dios y confesar simplemente que son cristianos; o bien, si ven que esta es la voluntad de Dios, anunciar la Palabra de Dios con el fin de que los no cristianos crean en Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de todas las cosas, y en su Hijo Redentor y Salvador, que se hagan bautizar y se conviertan en cristianos”.
La sonrisa de san Francisco
Por otro lado, Albert Jacquard escribe en La preocupación por los pobres (editorial Herder, 1996) que “el sultán no olvidó la sonrisa de Francisco, su dulzura en la expresión de una fe sin límite. Quizás este recuerdo fuera decisivo cuando decidió, diez años más tarde, cuando ninguna fuerza le obligaba, entregar Jerusalén a los cristianos”.
De modo que para “aquello que los ejércitos venidos de Europa no habían podido conseguir”, prosigue Jacquard, “(…) sin duda la mirada clara de Francisco había seguido haciendo su lento trabajo en la conciencia de este hombre abierto al pensamiento de los otros”.